viernes, 16 de enero de 2009

La tradición no es lo que era... - Gérard Lenclud

La tradición no es lo que era...

Gérard Lenclud

Laboratoire d'anthropologie sociale

TERRAIN 9 octubre 1987

Sobre las nociones de tradición y de sociedad tradicional en etnología

Los términos de tradición y sociedad tradicional están asociados, no osamos decir que tradicionalmente, al ejercicio de la etnología. Para muchos, comprendidos los etnólogos, esta disciplina se consagra a la descripción y al análisis de los hechos más tradicionales y privilegia, por razones sobre las cuales no hay lugar de extenderse aquí, la investigación de las formas más tradicionales de la vida social. Brevemente, la tradición será el pan cotidiano de los etnólogos, su estudio la marca distintiva de su actividad.

Ahora bien, ocurre a menudo que la frecuencia de empleo de ciertas palabras es inversamente proporcional a la claridad de su contenido. Las usamos sin pensarlo. Esta situación no se observa sólo en el lenguaje ordinario sino también en el interior de las ciencias sociales. Podemos verificar que ciertos términos de uso corriente están, a imagen de las palabras de orden político, muy poco definidos. Esto no es sin duda una casualidad ni necesariamente un mal. El alcance heurístico de ciertas nociones, en particular sociológicas, depende en una parte de su indefinición relativa. La integración, por ejemplo, que ocupa un sitio importante en las teorías durkheinianas, está sin embargo entre las menos especificadas por razón de que ella es, con todo rigor, indefinible; puede ser así porque esta indefinición, según la hipótesis de los comentaristas, llena una función en la economía del pensamiento durkheiniano.

No es seguro, en cambio, que el empleo casi obligado del término tradicional en etnología no presente algún inconveniente. En efecto, contribuye a la consolidación de un cuadro de referencia intelectual, constituido por un sistema de oposiciones binarias (tradición/cambio, sociedad tradicional/sociedad moderna) donde la pertinencia se revela muy problemática si le damos a estas oposiciones un valor genérico. Las reflexiones que siguen encuentran su punto de partida en esta constatación fuertemente banal que muchos etnólogos han hecho, pero de la que pocos se han preocupado de sacar conclusiones.

Pongamos por tanto aparte el uso automático y, por decirlo todo, perezoso de los términos tradición y sociedad tradicional e intentemos, a la luz de trabajos recientes, tornarlos en serio, al pie de la letra en suma. ¿Qué es exactamente una tradición? ¿Qué podría ser un hecho tradicional? ¿Siguiendo qué criterio es posible organizar el censo de tales hechos? ¿De qué propiedades estarían provistos de las que consecuentemente estarían privados los hechos no tradicionales? ¿Podemos definir de una manera que no sea negativa o positiva los universos sociales y culturales tradicionales? ¿A qué conduce, en una palabra, el atributo de tradicional?

La noción de tradición

Primeramente remarcaremos que el contenido de la noción de tradición, tal como es más frecuentemente empleada en etnología, no está nunca en ruptura con la acepción corriente del término tradición. La tradición del etnólogo se confunde muy generalmente con la tradición del sentido común. O el que dice sentido común dice en realidad cultura particular, la nuestra en ese momento. La tradición del etnólogo se inscribe en una representación cultural, quiere decir convencional (no yendo nunca por supuesto), del tiempo y de la historia. La representación de un tiempo lineal, de una historia donde el pasado está pensado como detrás de nosotros y siempre se disuelve en un presente nuevo. ¿Avanzaríamos mucho haciendo la hipótesis de que sólo la cultura occidental moderna considera que tradición y cambio son profundamente antinómicos? Esta distinción que nosotros operamos sin casi pensar, adquiere valor en toda una serie de contrastes entre pasado y presente, entre estático y dinámico, continuidad y discontinuidad, y se inscribe al mismo tiempo en una tendencia que parece confundir la historia con el cambio, como si la persistencia de un estado de hecho en el tiempo no fuera también histórica. El cambio sólo hará la historia.

Otra cosa es el estatuto de la tradición, suponiendo que tenga uno, en el interior de culturas cuyo tiempo y régimen de historicidad no se entienda bajo una forma lineal sino, por ejemplo, cíclica. Aquí el acontecimiento no se concibe como único e inédito sino como idéntico a su original. La experiencia del pasado se recrea en el presente; en lugar de un corte entre pasado y presente, el pasado es continuamente reincorporado en el presente, el presente se ve como una repetición (y no excepcionalmente como un tartamudeo).

Ahora bien, ¿es necesario recordar que nada permite afirmar que nuestra propia concepción del tiempo y de la historia es más "objetivamente" exacta, adecuada a la realidad de las cosas, verdadera en suma, que la concepción que se hacen o se harán esas sociedades que llamamos tradicionales? ¿La historia inventa más que reproduce? ¿Reitera más que innova?. Es cuestión de puntos de vista. Brevemente, esta representación del pasado y del presente, de sus relaciones, de donde deriva el uso que hacemos de la noción de tradición, es, como otros, un prejuicio cultural, una tradición.

Habiendo recordado esto, intentemos emplear una palabra de moda, desconstruir esta noción de tradición tal como está enraizada en nuestro sentido común. Como podemos fácilmente verificar consultando por ejemplo los diccionarios, su contenido es por lo menos compuesto. Junta significados en los que cada uno, vamos a verlo, tomado aisladamente, es equívoco y en los que la coherencia de conjunto es hipotética.

La tradición en tres preguntas


La noción de tradición reenvía primero a la idea de una posición y de un movimiento en el tiempo. La tradición será un hecho de permanencia del pasado en el presente, una supervivencia de la obra, el legado todavía vivo de una época ya globalmente cumplida. Será cualquier cosa vieja que se supone conservada, al menos relativamente inmodificada, y que, por ciertas razones y según ciertas modalidades, será objeto de una transferencia en un contexto nuevo. La tradición será lo antiguo persistiendo en lo nuevo. Esta primera acepción de la noción de tradición como objeto deslizante del pasado hacia el presente, coincide perfectamente con la imagen que nos hacemos corrientemente del trabajo etnológico sobre la tradición, especialmente en las sociedades llamadas modernas. La misión del etnólogo será recoger estos elementos del pasado todavía observables en el presente, formando una especie de patrimonio, explicar cómo y porqué continúan conservándose, cómo y porqué comportan todavía un efecto social y tienen sentido.

Pero como no se le ocurrirá a nadie considerar como tradicional todo lo que nos viene del pasado, la noción de tradición nos reenvía también a la idea de un cierto conjunto de hechos, o si se prefiere, de un depósito cultural seleccionado. La tradición no transmitirá la integridad del pasado, actuará a través de un filtrado. La tradición será el producto de este apartado. No es ciertamente una casualidad que, a nuestros ojos de occidentales confrontados a otras culturas, la religión aparezca como el campo por excelencia de la tradición. Cuando evocamos la tradición de tal o cual pueblo, de tal o cual grupo social, no nos referimos a ningún tipo de institución, de enunciado o de práctica. Dicho de otra forma, nosotros asociamos a la noción de tradición la representación de un contenido que exprese un mensaje importante, culturalmente significativo y dotado por esta razón de una fuerza actuante, de una predisposición a la reproducción.

En fin, además de una inscripción y de una circulación en el tiempo, además de un mensaje cultural lleno de sentido, la noción de tradición evoca la idea de un cierto modo de transmisión. De la misma forma que todo lo que sobrevive del pasado no es ipso facto tradicional, todo aquello que se transmite no forma parte de la tradición. La tragedia clásica en tanto que género, aunque venga del pasado y sea representada y comentada en nuestros días, aunque aporte algo importante a nuestra sensibilidad cultural, no entra evidentemente en el campo de lo que llamamos tradición. Ésta es, por consiguiente, tanto lo que se transmite en el orden de la cultura como un modo particular de transmisión. Lo que la caracteriza no es solamente el hecho de que se transmita sino el medio por el cual es transmitida. Como sabemos, el término "tradición" viene del latín traditio que designa no sólo una cosa transmitida sino el acto de transmitir. De manera muy general, podemos decir que es tradicional, en este tercer sentido, lo que pasa de generación en generación por una vía esencialmente no escrita, la palabra en primer lugar pero también el ejemplo. La iglesia católica habla de tradición para designar los conocimientos transmitidos ausentes en las santas Escrituras. Van der Leeuw precisará a propósito de las religiones: "La tradición de la palabra santa es oral en el origen, vive siendo recitada. Sólo más tarde la tradición oral deja el sitio a la tradición escrita. Pero la fijación escrita del texto sagrado no contribuye principalmente a precisar la tradición sino a dominar la palabra escrita, de la cual desde entonces podemos hacer lo que queremos". La escritura no es más que la representación de un verbo que permanece como principal. Por otra parte, siendo todo igual, la manera en que el etnólogo transcribe las tradiciones es una empresa muy paradójica porque se trata de consignar por escrito ‑¿cómo hacerlo de otra forma?‑ una oralidad consustancial a la tradición, respetando cuanto se puede la originalidad del medio de transmisión autóctono.


Así, esta noción de tradición, cuyo contenido nos parece ir totalmente de suyo, asocia en realidad tres ideas muy diferentes y necesariamente coherentes entre ellas: la de conservación en el tiempo, la de mensaje cultural, y la del modo particular de transmisión. Ahora bien, cada uno de esos tres elementos de definición se presta a equívocos. Ninguno de ellos define rigurosamente un atributo de tracionalidad, esto es, una propiedad exclusiva de la que estarían dotados los hechos llamados tradicionales.

La tradición ¿es de ayer?

¿La conservación en el tiempo es un criterio de tradicionalidad?. La idea subyacente a esta concepción de la tradición es que un objeto cultural puede ser llamado tradicional desde el momento que repite un modelo elaborado originalmente en una época más o menos alejada. Serían tradicionales un mito, una creencia, un rito, un cuento, una práctica, un objeto material, toda institución preservada de la transformación. La tradición sería la ausencia de cambio en un contexto de cambio.

Pasemos rápidamente sobre lo que puede haber de paradójico en el hecho de definir la tradición, en etnología, como permanencia del pasado en el presente y su estudio como la "búsqueda de una causalidad expresada por la cronología" (Pouillon, 1975:159). El tiempo sería, en efecto, el principio de inteligibilidad gracias al cual la tradición tendría sentido. He aquí que reduciría la etnología a no ser más que una historia de una historia, que además es casi siempre imposible. Paradoja que, siguiendo a Pouillon, podemos enunciar así: los etnólogos se consagran principalmente a sociedades que dicen ser tradicionales, incluso aunque no conozcan nada o casi nada de su pasado, en todo caso no suficientemente para estar seguro, suponiendo que lo pretendan, de que ellas se reproduzcan sobre la forma de la continuidad. ¿Cómo calificar de tradicional una sociedad, un objeto cultural, desde el momento que no existe ningún modo de verificar que son realmente idénticos a una fórmula de origen que no ha sido jamás directamente observada?. Veremos más tarde que los etnólogos no vacilan en designar como tradicionales fenómenos en los que saben pertinentemente que no van conformes a un original, que saben igualmente que no existe.

Pasemos igualmente sobre esta constatación de sentido común, a saber, que no hay, afortunada o desafortunadamente, tabla rasa en el orden de la cultura. Todo cambio, por revolucionario que pueda parecer, se opera sobre un fondo de continuidad, toda permanencia integra variaciones. La oposición canónica entre tradición y cambio presenta alguna analogía con la famosa imagen de la botella mitad vacía y la botella mitad llena. Que una sea, vacía o llena, a las tres cuartas partes y la otra a la cuarta, no cambia estrictamente nada del asunto.


Vayamos a lo esencial que es, por tanto, que todos los objetos culturales calificados de tradicionales por los etnólogos sufren cambios. Todos han probado la experiencia que de una recitación a la otra, por ejemplo, el texto de un mito o de un cuento varía, bien porque se han omitido ciertos elementos, bien porque se incorporen otros; que de una ceremonia a la otra, el ritual no se desarrolla de una manera idéntica. El cumplimiento de una tradición no es jamás la copia idéntica de un modelo donde todo desmiente, por lo demás, que existe. Como Lévi‑Strauss ha demostrado, el principio de sustitución se dilata en el "pensamiento salvaje". Viene a faltar tal ingrediente que reemplazamos sin dudar por otro: no se experimenta, por tanto, el sentimiento de faltar a la tradición; no tiene la etiqueta inflexible, el protocolo inmutable. Brevemente la tradición, asociada a conservación, manifiesta una singular capacidad de variación, proporciona un asombroso margen de libertad a los que la sirven (o la manipulan). Como dice Boyer, "la mayor parte de los etnólogos, incluso convencidos de que tradición es igual a conservación, se guardan muy bien de afirmar que hay conservación literal en los objetos culturales que llaman tradicionales" (Boyer, s.d.: 14). Ahora bien, como puede suponerse, la empresa destinada a calcular una tasa de transformación (o de conservación) es absurda, como está desprovista de sentido la fijación de un umbral que, respetado, atestiguaría una permanencia y, sobrepasado, denotaría la presencia de cambio. Las ciencias de la cultura no disponen de barómetros.

En una palabra, ¿cómo la conservación podría ser un criterio de tradicionalidad después de que nada permite medir su grado rigurosamente y que la idea misma de medida se muestra indefendible?

¿La tradición proporciona un mensaje?

Responderíamos sin duda a tales argumentos haciendo valer que lo esencial de la conservación tradicional no se encuentra en la letra (o en la forma literal) sino en el espíritu, es decir, en el contenido subyacente a las manifestaciones de la tradición. Las diferencias de expresión serían accesorias si el mensaje permanece idéntico. ¡Qué importa el frasco con tal de que tengamos la tradición!. Tomemos esta idea en serio incluso si la etnología debe, como por vocación, juzgar como sospechosa toda distinción en términos de letra y de espíritu, de forma y de fondo.

Esta idea de que la tradición reside en un mensaje transmitido de generación en generación por medio de formas susceptibles de cambiar, nos conduce de hecho a abordar el segundo elemento de definición de la tradición, aquél que la dota precisamente de un contenido socialmente importante, culturalmente significativo. ¿Se trata aquí de un criterio operativo del hecho de la tradicionalidad?.

Una tal concepción de lo tradicional como mensaje cultural viene a decir que las prácticas y los enunciados que observa y registra el etnólogo no son, hablando con propiedad, tradiciones sino expresiones de la tradición. Un mito, un rito, un cuento, un objeto, constituirían menos objetos tradicionales en tanto que tales que manifestaciones de representación, ideas y valores que serían, ellas solas, la tradición. Ésta estaría escondida detrás de palabras y de gestos, orientándolas en último término pero quedando siempre por descifrar. Para tomar un ejemplo simple, lo que habría de tradicional en una casa tradicional sería menos su arquitectura exacta o los materiales de los que está hecha que "la idea" que hubiera presidido su construcción, el complejo sentido cristalizado en ella que ha sobrevivido idéntico a la transformación eventual de sus elementos constitutivos. La tradición sería ese hueso duro, inmaterial e intangible, alrededor del cual se ordenarían las variaciones.

Señalemos inmediatamente que esta representación de la tradición como mensaje en lontananza, enterrada en los comportamientos y en el discurso, es perfectamente congruente con otro uso del término "tradición". ¿Cuando hablamos de tradición dogon, pueblo, kabila o bretonne, no nos referimos a una visión general del mundo, a un estilo cultural de sentir, de pensar y de actuar, que constituiría de una cierta forma "el genio" de estos pueblos?


Pero reducir la tradición a lo que se manifestaría, bajo formas muy variables, del espíritu duradero de una cultura, de su filosofía en suma, plantea evidentemente un cierto número de problemas. Primero, el que se transparenta en la actitud de los etnólogos sobre el terreno: ellos no conceden el estatuto de tradicional a todos los actos y a todos los enunciados observados y recogidos. Sólo algunos parecen reflejar la tradición. Ahora bien ¿por qué esta última se encarna en ciertos gestos y no en otros, en ciertas palabras con la exclusión de otras?. Suponiendo que el mensaje de la tradición sea socialmente compartido en el interior de un grupo humano, lo que es un postulado implícito de numerosos trabajos etnológicos, ¿por qué no orienta la totalidad de los comportamientos de este grupo?, ¿por qué no sería todo tradicional?. Como subraya justamente Boyer, no vendría a la cabeza de ningún etnólogo considerar como "tradicional", por ejemplo, la lengua de una sociedad, lengua que es sin embargo a la vez la matriz y la condición de posibilidad de toda mirada sobre el mundo. El etnólogo efectúa, por tanto, una selección implícita que contradice la visión de la tradición como reja interpretativa.

Pero una concepción como ésta de la tradición plantea otros problemas ampliamente evocados por Boyer. Si admitimos que la tradición es, más o menos, una especie de "teorización del mundo", debería poder ser objeto de una enunciación bajo la forma de un conjunto de proposiciones coherentes entre ellas, a la manera de esos libros que se titulan "Lo que yo creo", debidos a la pluma de escritores cuidadosamente escogidos por los editores. Ciertos etnólogos han afirmado la posibilidad de una tal transcripción como testimonia la tradición africanista de los tratados de cosmogonía indígena. Pero estas recogidas de la tradición han sido generalmente efectuadas no sobre la base de la observación y el registro de hechos y enunciados "tradicionales" sino a partir de verdaderos interrogatorios de guardianes especializados del saber, de detentadores autorizados del conocimiento, de dueños del discurso en suma. Ahora bien, éstos proceden a un empleo totalizante en los que los efectos son todavía más acentuados por las intervenciones del etnólogo. Podemos preguntamos en qué medida la tradición así referida emana de una elaboración social y orienta verdaderamente los comportamientos ordinarios. ¿Quién sostendría, por ejemplo, que aquí mismo el saber de los teólogos recubre la experiencia de la tradición compartida por los feligreses que reiteran cada domingo los gestos comunes de la liturgia?. ¿Una tradición ignorada por la mayoría es una tradición en este sentido? ¿y cuál puede ser su fuerza actuante?.


Conviene interrogarse sobre el estatuto a todas luces extraño de esta tradición vista como complejo de ideas corrientemente implícitas, jamás formuladas si no es por especialistas reconocidos, sin embargo fielmente transmitidas y que obligan a un cuerpo social completo a reiterar ciertas prácticas. ¿Podemos verdaderamente creer que repetir una tradición es reproducir en actos un sistema de pensamiento?. Tomemos un ejemplo concreto: el de la educación en la mesa. No hay ninguna duda de que detrás de la forma de disponer platos y cubiertos, de usarlos y de comportarse en general, hay una cierta concepción simbólica del orden de las cosas ‑¿por qué no fragmentos de cosmogonía?‑ sobre la cual los especialistas podrían ilustramos. Nos darían elementos de significación que serían, solos, la tradición en la acepción que hemos visto. Pero la inmensa mayoría de los convidados que se sientan a la mesa ignoran esa tradición. Todo lo mas algunos de ellos tienen algunas ideas aisladas y sin duda contradictorias. ¿Podemos hacer la hipótesis de que la tradición, el sistema completo de ideas y de valores de los que cada convidado tiene algunas nociones, sea el verdadero agente de la reproducción "tradicional" de estas maneras en la mesa? ¿Ponemos el tenedor a la izquierda y el cuchillo a la derecha para repetir inconscientemente los principios abstractos reguladores de la oposición izquierda/derecha en la cultura francesa?. Es más lógico pensar que procedemos así diariamente por la sola referencia a esta disposición observable, y que esta disposición repetida informa sólo de las ideas que podemos hacernos y del deber social de conformidad. Dicho de otra forma, todo parece pasar como si la "tradición" no estuviera en las ideas sino que residiera en las prácticas, como si fuera menos un sistema de pensar que formas de hacer. Si éste no fuera el caso, el etnólogo se vería dotado de un indudable privilegio, el ser el único en enunciar la tradición del otro, construyéndola inductivamente a partir de observaciones. A falta de un detentador cualificado de la tradición, tendremos siempre necesidad de un etnólogo para apropiarse de la tradición.

No nos queda más que interrogarnos sobre la tercera definición de la tradición: la que pone por delante no el contenido transmitido sino el medio de transmisión. En esta perspectiva, recordémoslo, la tradición sería lo que en una sociedad se reproduce de generación en generación por el solo medio de la memoria oral.

Es a partir de esta aproximación del hecho de la tradición, que la etnología desarrolla las reflexiones más interesantes sobre los mecanismos sociales y psicológicos de la transmisión cultural. Mecanismos sociales: los que se utilizan en la organización colectiva de la inculcación de la tradición. Mecanismos psicológicos: los que son movilizados en el proceso de interacción (del tipo escuchar/recitar, observar/repetir) y de memorización en las culturas llamadas de tradición oral. Pensamos en todos los trabajos, especialmente en los de Goody, que se han asomado sobre la ruptura inducida por la introducción de la escritura, en sociedades calificadas de tradicionales precisamente por no tener escritura (o consideradas como tales). Volveremos más tarde sobre la noción de sociedad tradicional.

Pero observemos al mismo tiempo que esta aproximación a la tradición privilegiando el medio de su transmisión y la forma que ello genera, no resuelve ninguno de los problemas que hemos apuntado: el de la delimitación de los hechos tradicionales (¿qué es lo que no es tradicional en una sociedad de tradición oral?), el de los dispositivos de selección, el de las operaciones individuales y colectivas efectuadas sobre las cosas transmitidas, el de la compatibilidad entre estas operaciones y el hecho de conservación, el de la "fuerza" de la tradición y el del origen de esta fuerza.

Que la tradición sea vista como simple hecho de permanencia en el tiempo, como mensaje cultural diluido en las prácticas o como medio específico de transmisión, guarda una gran parte de su misterio. En efecto, ninguna de estas acepciones permite delimitar con razón entre hechos tradicionales y otros que no lo son, ni de percibir dónde se situarían exactamente los mecanismos de su perpetuación. Definida en estos términos, la tradición no revela ni su naturaleza ni las fuentes de su autoridad social.

La tradición actualmente


Puede ser conveniente, como nos invitan los trabajos de Boyer y de Pouillon, razonar de otra forma y abandonar los dos presupuestos que determinan los usos del vocablo tradición. Según el primero, la tradición sería un dato prometido con antelación a la recogida y al conocimiento. Existiría lista para ser registrada (o almacenada) en una verdad que no debe nada o casi nada a los hombres del presente. Éstos la recibirían pasivamente, la conservarían repitiéndola de forma estereotipada. En cuanto al segundo presupuesto, conduce a la reflexión -siguiendo una forma propia a nuestro modo de pensar la historicidad-, a encerrar la tradición sólo en el camino que lleva del pasado al presente. Su elaboración sería de sentido único: se casaría con el movimiento del tiempo; su verdad sería de orden cronológico. Gozaría, en suma, de todos los privilegios de la edad, siendo reconocida como más verdadera y actuante cuanto más anciana.

Tomar el contrapié de estos prejuicios culturales no resuelve, seguro, todos los problemas antropológicos que levanta la noción de tradición, pero presenta al menos el mérito de poner de acuerdo el empleo conceptual y la actitud de los etnólogos sobre el terreno, lo que dicen de ella y lo que hacen de ella; de ofrecer, en suma, algunos elementos para una etnografía razonada de los fenómenos tradicionales.

¿En qué consiste entonces la tradición? No es el producto del pasado, una obra de otra época que los contemporáneos recibirían pasivamente sino, según las palabras de Pouillon, un "punto de vista" que los hombres del presente desarrollan sobre lo que les ha precedido, una interpretación del pasado conducida en función de criterios rigurosamente contemporáneos. "No se trata de plantar el presente sobre el pasado sino de encontrar en éste el bosquejo de soluciones que creemos justas hoy día, no porque hayan sido pensadas ayer sino porque las pensamos ahora" (Pouillon, 1975:160). En esta acepción, tradición no es (o no necesariamente) lo que ha estado siempre, es lo que hacemos estar.

De aquí se desprende que el itinerario a seguir para aclarar su génesis no toma el camino que va del pasado hacia el presente, sino el camino por el cual todo grupo humano constituye su tradición: del presente hacia el pasado. En todas las sociedades, comprendida la nuestra, la tradición es una "retroproyección", fórmula que Pouillon explicita en estos términos: "Nosotros escogemos aquello por lo que nos declararnos determinados, nos presentamos como los continuadores de aquellos a los que hemos hecho nuestros predecesores" (1975:160). La tradición constituye una "filiación invertida": en vez de que los padres engendren a los hijos, los padres nacen de los hijos. No es el pasado el que produce el presente sino el presente el que da forma al pasado. La tradición es un proceso de reconocimiento de la paternidad.

Puede ser que podamos objetar que el pasado tiene que haber existido, y de una cierta manera persiste para que el presente pueda agarrarse a él; que su invención no puede ser absolutamente libre. Sin duda, pero tal como dice Pouillon, "el pasado no impone más que los límites en el interior de los cuales nuestras interpretaciones dependen solamente de nuestro presente" (1975:160). Por otra parte, estos límites son singularmente ligeros. El margen de maniobra que ofrece el pasado no conoce prácticamente hitos, como saben bien los historiadores. Una palabra es a veces suficiente para recrear todo un universo, presentando a los ojos de los contemporáneos las garantías de "autenticidad" suficientes para erigirla es tradición, establecerla como referencia.


Esta aproximación del hecho de la tradición evalúa, por tanto, como falso problema la cuestión apuntada más arriba del cambio y de la conservación, de las tasas relativas de transformación y de preservación. No es ciertamente inútil saber un poco más sobre los materiales en que el presente se ampara para constituirlos en tradición, pero aunque pudiéramos verificar que éstos traicionan la verdad del pasado, la tradición no sería menos tradición. Su fuerza no se mide por la exactitud en el ejercicio de la reconstrucción histórica. Ella dice "verdad" incluso cuando dice falso, porque se trata menos de corresponder a hechos reales, de reflejar lo que fue, que de enunciar las proposiciones mantenidas, en suma, consensuadamente verdades. Su verdad no es, por retomar una distinción clásica, del tipo correspondencia (adaequatio) sino del tipo coherencia. Es de una cierta forma de la tradición, como del testimonio una retórica de lo que se atestigua haber sido.

En esta perspectiva, en fin, la tradición no nace solamente de una problemática en términos de sentido sino también funcional. No le basta decir cualquier cosa del pasado, lo dice prestando atención a ciertos fines que comandan el aseguramiento del contenido del mensaje. Si ella es un punto de vista, ella es también un dispositivo que tiene su utilidad en general (y a lo singular) y en particular (y a lo plural). La utilidad en general de una tradición es la de suministrar al presente una razón de lo que es: enunciándola, una cultura justifica de una cierta manera su estado contemporáneo. Su tradición, es decir sus referencias, sus estados de servicios, sus testimonios de moralidad; su herencia ‑si queremos‑, pero a diferencia de las gerencias políticas siempre sufridas y vilipendiadas, una herencia muy libremente constituida, como hemos visto, y generalmente glorificada. Gracias a ella una cultura se dota de la "génesis" que le conviene, se adorna de un traje arcaico en tanto que es verdad que la pátina en este dominio es signo de calidad y, por tanto, la usa como una carta de identidad. La utilidad en particular de una tradición es ofrecer a todos aquellos que la enuncian y la reproducen cada día, el medio de afirmar su diferencia y, por eso mismo, de asentar su autoridad. Poullión insiste justamente sobre la multiplicidad de tradiciones en el seno de una sociedad, fenómeno que tiende algunas veces a ocultar una etnografía muy impregnada de unanimidad social y que el estudio de las sociedades más estratificadas pone en evidencia. Aquí cada grupo, cada entidad social se busca su tradición, yendo a sacar del pasado el pabellón que le conviene. El universo académico ofrece muchos ejemplos de una búsqueda sistemática de ancestros, ejerciendo, tal como son descubiertos en su verdad de origen (el verdadero Marx, el verdadero Freud), una función de aval o, como decimos de una manera trivial, de "cobertura intelectual".

Existe en París una tintorería cuya puerta tiene esta única mención: "Parfait, alumno de Pouyanne". Podemos razonablemente hacer la hipótesis de que pocos clientes saben exactamente quién era Pouyanne, en qué consistía su arte particular, y las condiciones exactas en las cuáles le comunicó los secretos a Parfait. Pero en pocas palabras se ha sugerido lo esencial de una tradición: un origen prestigioso y un poco lejano, un saber misterio, una herencia exclusiva, una diferencia proclamada, una autoridad afirmada. Así se formula una tradición.

La noción de sociedad tradicional

Evocaremos más brevemente la noción de sociedad tradicional. De todas las acepciones de esta noción, inscritas en lo que conviene llamar en etnología el "gran reparto" entre sociedades y culturas, no retendremos más que aquélla que está fundada literalmente sobre el criterio de tradicionalidad. Como su nombre indica, ciertas sociedades serían más tradicionales que otras nominadas al mismo tiempo modernas.

¿ Qué sociedades son las más tradicionales?

Admitamos provisionalmente lo que hemos criticado más arriba, a saber, que la tradición sería la conservación de un contenido cultural. Parece casi evidente que si las sociedades son tradicionales en este sentido, éstas serían las nuestras, las que se hunden bajo el peso de archivos y de libros, han inventado los museos y la profesión de anticuario y conferimos a la historia, definida como la restitución del pasado, el estatus privilegiado que sabemos. Las sociedades modernas deberían ser las más tradicionales.

No sería por tanto la tradición la que haría las sociedades tradicionales, sino el grado de sumisión a lo que ella enuncia. Las sociedades tradicionales serían sociedades de conformidad. Tomemos esta proposición en serio aunque exista la reflexión de que medir el grado de tradicionalidad de una sociedad es una empresa tan difícil como la que consiste en evaluar un coeficiente de cambio o una tasa de preservación. No es inútil recordar, como ha hecho Pouillon (1977:204), que hace ya muchos decenios un etnólogo, Hocart, negaba en un artículo significativamente titulado "Are Savages Custom‑bound?", fechado en 1927, que nuestras sociedades fueran menos sumisas a la tradición que esas sociedades que llamamos tradicionales. De una comparación entre el europeo y el melanesio, concluía que el europeo se dobla, más que el melanesio, bajo el peso de la tradición. Su argumento era el siguiente: la educación empieza más temprano en nuestros países, su olvido llega por tanto más pronto igualmente; en consecuencia, los comportamientos del europeo le aparecen como más libres, menos aprendidos que en Melanesia. Cuanto menos es consciente el hombre, más obedece a la tradición.

He aquí que conduce a evocar una idea frecuentemente presente detrás de las representaciones que nos hacemos de la diferencia entre "ellos" y "nosotros", entre las sociedades llamadas tradicionales y las sociedades llamadas modernas. Las primeras estarían gobernadas por el principio del tradicionalismo. En otros términos, ciertas sociedades, al contrario de otras, no solamente quieren conservar sino que se someten a los decretos del pasado. Se conducen así, sea en función de un verdadero "proyecto" de sociedad, de una carta cultural inscrita en su ser colectivo (hipótesis presente en ciertos textos de Lévi‑Strauss), sea que obedezcan a una disposición psicológica de tipo conservador (hipótesis cognitivista). "El tradicionalismo sería la causa de la tradición" (Boyer, s.d.:14). Siguiendo al filosofo Eric Weil, Boyer ha propuesto la crítica de esta visión de las cosas sobre la base estricta de datos etnográficos. "El tradicionalismo -escribe- consiste en formarse una cierta representación de elementos culturales, en juzgar que algunos de ellos son una herencia del pasado y a preferirlos justamente por esta razón. Dicho de otra forma, el tradicionalismo supone una representación consciente de lo que está reputado que constituye la herencia cultural y, por otra parte, una comparación con otras elecciones posibles. Por tanto, hay aquí un genero de representaciones que no encontramos en una sociedad tradicional y es precisamente esto lo que la hace tradicional" (Boyer, s.d:15). Es en nuestras propias sociedades donde nos apegamos a efectuar un apartado en el pasado, a definir las "buenas" herencias culturales, a hacer una elección deliberada de los que es tradicional y de lo que no sabría serlo, a manifestar la voluntad de mantenerse y, llegado el caso, a constreñir al conjunto del cuerpo social a conformarse.


Sin duda, no es posible descartar tan categóricamente como lo hace Boyer la idea de que en el interior de las sociedades tradicionales, el pensamiento colectivo lo sea en la medida de elecciones pasadas más o menos conscientes. Evocando la cuestión de relación entre mitos y reglas de acción, Lévi‑Strauss (1983) ha hecho la demostración de que esta manera de pensar lo social podría prestarse, en ciertos casos, a una especie de control experimental. No vemos porqué las sociedades modernas han de tener el monopolio de proyectos de sociedad. Es un hecho, no obstante, que pocos etnógrafos han cruzado sobre sus terrenos, si no es en sociedades en que la historia ‑la nuestra por ejemplo‑ ha situado en el cruce de los caminos a los Bonald o a los Saint­Vincent de Lérins. Hay pocos conservadores declarados en las sociedades sin Estado que sentirán la necesidad de recordar a todos que "la verdad, aunque olvidada de los hombres, no es nunca nueva, que está desde el principio ( ... ) que el error es siempre una novedad en el mundo, que no tiene antepasados ni posteridad" (Bonald), pocos integristas en las sociedades politeístas que prueban la necesidad de afirmar que "hay que velar cuidadosamente por guardar lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos" (Saint‑Vincent de Lérins), pocos letrados en las sociedades de tradición oral defendiendo ariscarnente la letra de la tradición oral. No es seguro que esto vaya absolutamente de suyo en las sociedades tradicionales; es cierto, por el contrario, que esto no va de ningún modo de suyo en las nuestras.

Parece bastante lógico admitir que todas las sociedades se forman sus tradiciones desarrollando puntos de vista sobre el pasado, que todas elevan la tradición a la altura de un argumento y que en todas el criterio de la "auténtica" tradición no es su solo contenido, bien hipotéticamente, bien conservado en el Estado, o bien la autoridad social de los que han recibido la misión (o se han dado ellos mismos la misión) de velar por ella, esto es, de usarla.

Por tanto, la única cuestión etnológicamente pertinente no es interrogarse sobre el medio de oponer globalmente a las sociedades entre ellas, desde el punto de vista de sus relaciones con la tradición, sino de preguntarse qué diferencia introduce la escritura como medio de conservación y de comunicación, en la forma en que las sociedades se construyen sus tradiciones y las utilizan. Precisemos de todas maneras que una tal cuestión deja de lado el problema de la naturaleza misma del hecho de la escritura (¿dónde comienza? ¿no estaba ya presente en las sociedades orales?) y de la posibilidad de separar radicalmente entre sociedades con escritura y sociedades sin escritura.

Tradición y aptitud para el cambio

¿Qué diferencia hay por tanto entre lo "tradicional" de las sociedades de tradición oral y lo "tradicional" de las sociedades de tradición escrita? Apoyándose especialmente en los trabajos de Goody, Pouillon (1977) aporta algunos elementos de respuesta a esta pregunta que van al encuentro de lo que tendemos a pensar espontáneamente.


La utilización de la escritura introduce la noción de modelo o, si queremos, de original al menos relativo ("No es necesario -recuerda Pouillon- que el modelo sea el original": lo importante es que lo presentemos como tal). A la vez, la realización de la tradición puede hacerse en referencia a la versión buena o a la que se pretende lo sea. Y curiosamente, al menos en apariencia, son nuestras sociedades, no las sociedades de tradición oral, las que cultivan el arte de la memoria, erigir la reproducción conforme (la copia) a la verdadera fidelidad. "Nos inclinamos -escribe Pouillon- a hacer prevalecer la rememoración exacta sobre la reconstrucción creativa", esta última encarnando la fidelidad de las sociedades sin conservación literal. Brevemente, la escritura tiende a eliminar la parte de creatividad en la formación de la tradición. Si no fuera más que la preservación de lo que fue en el pasado, las sociedades más tradicionales serían las sociedades modernas que disponen con la escritura de un arma absoluta para controlar la exactitud de la reproducción.

Pero al mismo tiempo, la escritura va a autorizar la eclosión de otro tipo de creatividad. Goody la llama "innovación radical". Sin pretender entrar aquí en una discusión profunda del problema, no es seguro que lo esencial esté en la amplitud del cambio producido. En efecto, el radicalismo de una innovación no es susceptible de una medida rigurosa. Es, aquí también, cuestión de puntos de vista. No obstante cada uno puede entrever, intuitivamente al menos, lo que separa la creatividad "cíclica", aquélla que se expresa en la inventiva ordinaria de quienes reconstruyen cotidianamente la tradición (bardo, contador, oficiante o artesano), de la creatividad‑ruptura que parece propia de las sociedades con escritura. Puesto que en estas sociedades la tradición es precisamente consignada, transcrita en su letra, podemos separarnos y sobretodo separarnos deliberadamente.

Por el contrario, en las sociedades en que la tradición es un conjunto borroso de versiones todos los días recreadas, libremente elaboradas, la desviación es necesariamente puntual. Sabemos, en general como por instinto, pero instinto cultural, cuál es la "buena" realización de la tradición pero nos resulta difícil explicar porqué al etnólogo. La fidelidad al texto evidencia la existencia de un texto pero el "espíritu" de una tradición no tiene patrón.


Tomemos, con alguna segunda intención dado nuestro sujeto, el ejemplo de la ortografía. Sabemos la vivacidad de las reacciones que provoca, en Francia, cualquier sugerencia de reformarla en tanto que, dicho sea de paso, España, Portugal, Holanda, Alemania y la Unión Soviética han procedido a una puesta en orden de su propio sistema ortográfico. Entre los numerosos argumentos desarrollados contra su racionalización y su simplificación, hay éste: no sabremos tocar en una expresión gráfica que asegura, a través de los siglos, la perennidad de la cultura francesa permitiendo al hombre moderno penetrar a su aire en las obras maestras de su pasado. La ortografía conservaría los valores del pasado; sería una tradición en el sentido del mensaje cultural. Ahora bien, nadie ignora que la ortografía, en tanto que código obligatorio (y objeto de culto), no remonta más que al siglo XIX, con el desarrollo de la enseñanza primaria. La definición misma de la palabra, llamando a la regla, es rigurosamente moderna: data de la toma a su cargo de la ortografía por el Estado, cuando, nacionalizada, se hizo oficial y obligatoria. En los siglos XVII y XVIII nos inquietábamos poco. Los autores, los impresores e incluso los redactores de diccionarios tenían sus modos particulares. Voltaire hizo su propia reforma a su exclusivo beneficio. ¿Qué significa la expresión "saber la ortografía" cuando muchas grafías coexisten?. A mediados del siglo XIX todavía los usuarios se apuntaban a dos corrientes; había dos ortografías presentes, singularmente móviles la una y la otra, la "antigua" (pero ¿con relación a qué?) y la "nueva” que siguen, dicen los historiadores, los dos tercios de los académicos. Brevemente, la falta de ortografia no aparece más que cuando la norma sucede al uso o, más exactamente, cuando no podemos hablar de un uso diferente de la norma. Con la codificación de la ortografía nace la cuestión de su cambio, de su reforma que, aunque aparezca muy moderada, es en la práctica asimilada a una "innovación radical".

Ocurre, de una cierta forma, en la cultura en general como en la ortografía. Para querer cambiar, si no necesariamente cambiar de facto (pero esto es otro problema), hay que disponer de una referencia tan segura como sea posible a aquello con relación a lo cual intentamos cambiar. Una sociedad cuantos más medios tenga para reproducir exactamente el pasado, más apta es para perpetrar el cambio. A la inversa, cuando una sociedad tiene menos instrumentos y la inquietud de la conservación literal del pasado, menos capacidad tiene si no de cambiar al menos de proyectar el cambio. Todo como que hace falta haber sabido para poder olvidar o como que no hay transgresión sin prohibición, la tradicionalidad es una condición del cambio. A falta de tradición debidamente registrada, nos atenemos a... la tradición.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1977. "Plus ça change, plus c'est la méme chose", Nouvelle Revue de Psychanalyse, 15, 203‑211.

1 comentario:

  1. Hola, gracias por la traducción Bastien Bosa. Fue muy alentador encontrar una traducción de este articulo tan inspirador.
    Saludos,
    Alejandro Ramirez.

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