El enfoque biográfico:
su validez metodológica,
sus potencialidades
Daniel Bertaux
Centro Nacional de Investigación (CNRS), Francia
RESUMEN
En sociología, como en otras disciplinas, la coyuntura actual está en el pluralismo de las teorías y de los métodos. También los relatos de vida, redescubiertos al fin, son utilizados de múltiples maneras. Pero, al mismo tiempo, ya que hacen que la investigación se centre en el punto de articulación de los seres humanos y de las jerarquías sociales, de la cultura y de la praxis, de las relaciones socioculturales y la dinámica histórica, podría ser que de la diversidad de sus utilizaciones emerja poco a poco un enfoque unificador que sobrepase las fronteras actuales de la sociología como tal.
Trabajos franceses recientes han traído a la superficie dos caras de la historia de la sociología empírica que habían sido olvidadas casi en su totalidad. Se trata de las investigaciones basadas en relatos de vida (life stories) e historias de vida (life histories) llevadas a cabo entre las dos guerras por sociólogos de Chicago (Bertaux 1976), y de las conducidas en la misma época en Polonia a partir de memorias (pamielniki), recolectadas en concursos públicos en medios campesinos, obreros y de desocupados (Markiewicz-Lagneau 1976, 1981; como ejemplo paradigmático, véase Chalasinski 1981). Lejos de ser trabajos marginales, estas investigaciones constituían en la época una de las principales corrientes de la sociología empírica, tanto en Estados Unidos como en Polonia. Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, esta forma de observación de los procesos sociales desapareció de la panoplia metodológica internacional.
Lo anterior en cuanto a la sociología. En antropología, el uso de las historias de vida es a la vez más antiguo y diversificado; Lewis L. Langness recolectó en 1965 más de cuatrocientos ejemplos (Langness 1965). Aquí también, sin embargo, a pesar de algunas obras maestras mundialmente conocidas —dentro de las cuales están las de 0scar Lewis—, esta forma de investigación disminuyó en el curso de los año cincuenta y sesenta (Morin 1980).
En cada una de estas dos disciplinas, hubo investigadores que intentaron dar un juicio sobre la validez del método y comprender las razones de su fracaso. Citemos, en antropología, los ensayos de Kluckhohn (1945), Dampierre (1957), Langness (1965), Mandelbaum (1973); y en sociología, los de Blumer (1939), Angell (1945), Becker (1966), Denzin (1970).
Los tres ensayos del balance crítico de Angell, Becker y Denzin se sustentan, a más de veinte años de distancia, en un corpus prácticamente inalterado de una veintena de estudios efectuados por la escuela de Chicago. Sus conclusiones se repiten también: a pesar de las dificultades metodológicas en la recolección y en el análisis, los relatos de vida constituyen una herramienta incomparable de acceso a lo vivido subjetivamente, y la riqueza de sus contenidos es una fuente de hipótesis inagotable. Desafortunadamente los sociólogos, obnubilados por una investigación con apariencia de cientificidad, se vuelven cada vez más hacia lo cuantitativo y menosprecian los relatos de vida...
Este juicio no es falso; pero tiene sus límites, que son los del punto de vista desde donde se enuncia. Este punto de vista es el del interaccionismo simbólico. Lo inconveniente es que no se presente como tal, sino como el punto de vista sociológico. Es así, por ejemplo, que estos balances críticos no abordan la pregunta misma de si los relatos de vida pudiesen aportar conocimientos tanto sobre los relatos socio-estructurales (por ejemplo, las relaciones de producción, el derecho consuetudinario, la realidad sociológica de instituciones diversas), los hechos culturales, los procesos sociohistóricos particulares, como sobre los datos cuantificables (por ejemplo, la distribución del tiempo en la escala de la vida). Este tipo de conocimiento no interesaba al interaccionismo simbólico. En realidad, los intentos de análisis de las razones del desinterés por los relatos de vida constituyen, de manera subyacente, tentativas por comprender el relativo fracaso del interaccionismo simbólico. Pero como Angell, Becker y Denzin no llevan hasta el final del análisis de su fracaso, no pueden más que llegar al fracaso de su propio análisis.
En realidad son, sobre todo, causas extrínsecas y no debilidades intrínsecas del método, las que han causado su abandono. La Segunda Guerra Mundial aceleró y acabó el desplazamiento del centro del mundo de un lado al otro del Atlántico. En la misma época, incluso en los Estados Unidos, el paso de la forma competitiva a la forma oligopolista de la economía inducía un desplazamiento de los problemas sociales centrales. A su vez, este desplazamiento engendró en el seno de la sociología norteamericana el surgimiento paralelo del método de encuestas (survey research) y del funcionalismo parsoniano, que establecieron así su hegemonía sobre la sociología empírica y la teoría general, respectivamente, reduciendo todas las otras formas de observación y de teorización a una existencia marginal, precaria, o a la extinción.
Así, mientras duró, se dio esta doble hegemonía. Lo que le puso fin no fueron las críticas pertinentes y renovadas de intelectuales como C. Wright Mills, Sorokin, Gurvitch o Lefebvre, sino los levantamientos sociales de fines de los años sesenta, los cuales, por su impacto ideológico masivo, lograron sacudir la base. Con su impulso, la crítica radical de estos dos paradigmas llegó muy lejos, ya que el objeto por desmontar no era el método por encuestas ni mucho menos el funcionalismo (y su "equivalente" en Francia, el estructuralismo), formas todas útiles para la investigación sociológica, sino el monopolio de la cientificidad que ellas se habían atribuido indebidamente.
Como quiera que sea, la situación general ha cambiado profundamente. Ahora atravesamos por un período pluralista (Wiley 1979) en el cual ninguna noción, teoría o método puede aspirar a la hegemonía, situación extremadamente favorable a la imaginación sociológica. Nunca la sociología mundial, ni la sociología norteamericana, han estado tan diversificadas como en el curso de estos últimos años; y esta diversidad, esta riqueza indica con exactitud que la "crisis de la sociología" de la que tanto se ha hablado no es, de hecho, sino la crisis de sus paradigmas hegemónicos.
Entre las nuevas formas de investigación sociológica que se desarrollan en todo el mundo, la que nos interesa aquí es la que recurre a los relatos de vida. Primero hay que precisar el vocabulario. La lengua inglesa dispone de dos palabras, relato (story) e historia (history). Tras un largo periodo de indecisión terminológica, el sociólogo norteamericano Norman K. Denzin (1970) propuso una distinción, que me parece debe ser retomada, entre life story (relato de vida) y life history (historia de vida). Con el primero de estos términos, designa la historia de una vida tal como la cuenta la persona que la ha vivido. Si muchos investigadores franceses emplean todavía el término de “historia de vida” a este efecto, parece preferible usar el término relato de vida, que es mucho más preciso. En cuanto al término historia de vida, Denzin propone reservarlo para los estudios de casos sobre una persona determinada, incluyendo no sólo su propio relato de vida, sino también otras clases de documentos; por ejemplo, la historia clínica, el expediente judicial, los tests psicológicos, los testimonios de allegados, etc. Por su parte, Lewis L. Langness, autor de un estudio muy completo sobre la utilización de las historias de vida en antropología (Langness 1965), señala que los primeros antropólogos en utilizar el término historia de vida lo hacían para designar todo lo que habían aprendido acerca de una persona, por ella misma o interrogando a otros miembros de la comunidad.
Además, la distinción entre life story y life history, relato de vida y estudio de caso clínico, parece sugerir algo muy diferente a una distinción terminológica. Denzin consideraba en 1970 que el estudio de caso (life history) era muy superior al simple relato de vida que él engloba. Por el contrario, lo que me llama la atención es la orientación implícitamente “tecnocrática” (o, según el caso, psicocrática, sociocrática o estatocrática) de los estudios de casos en donde se desarrolla plenamente una voluntad incontrolada de saber. La cuestión de confiabilidad de los datos puede resolverse de otra manera que no sea la convergencia de fuentes en un individuo que, de todas maneras, no podría constituir en sí un objeto sociológico (Bertaux 1981, Introducción).
Pero, ¿por qué hablar de enfoque biográfico y no de “método de relatos de vida”? La expresión enfoque biográfico constituye una apuesta sobre el futuro. Expresa una hipótesis, a saber, que el investigador que empieza a recolectar relatos de vida creyendo quizás utilizar una nueva técnica de observación en el seno de marcos conceptuales y epistemológicas invariables, se verá poco a poco obligado a cuestionarse estos marcos uno tras otro. Lo que estaría en juego no sería sólo la adopción de una nueva técnica, sino también la construcción paulatina de un nuevo proceso sociológico, un nuevo enfoque que, entre otras características, permitiría conciliar la observación y la reflexión (Bertaux 1977; 1981b). De allí el término enfoque biográfico.
El hecho de usar este término en singular es quizás lo más cuestionable. Antes existía un lazo muy estrecho entre el uso de los relatos de vida y una orientación hacia el aspecto "psicológico" de los fenómenos sociales. Hoy, en cambio, ese lazo se ha roto y las numerosas investigaciones que utilizan los relatos de vida muestran una gran variedad de orientaciones teóricas. En lo que sigue de este artículo quisiera primero mostrar los ejes que subtienden y organizan esta variedad, antes de abordar algunos puntos de metodología y concluir señalando lo que, en las nuevas investigaciones, me parece portador de futuro.
El campo actual del enfoque biográfico
De la unidad a la diversidad
Cuando los estudios sociológicos basados en relatos de vida comienzan a reaparecer, después de treinta años de olvido, es casi en discontinuidad total con la tradición del interaccionismo simbólico. Tal vez la mejor manera de entender esta discontinuidad y la excepcional diversidad de las nuevas orientaciones, es pasar revista a las veinte investigaciones presentadas en el IX Congreso Mundial de Sociología (Uppsala, agosto 1978) en el marco del grupo ad hoc acerca del enfoque biográfico.
Veinte estudios equivalen casi a la producción “biográfica” de la escuela de Chicago, por lo menos en cantidad (y de excelente calidad). No vale la pena presentar aquí esas veinte investigaciones, la mayoría de las cuales han sido o van a ser publicadas. Lo que nos interesa es considerarlas como indicadores específicos de un nuevo campo cuya estructura revelarían, de la misma manera que al examinar la localización de las diferentes especies de flores que crecen espontáneamente en un prado se puede deducir la estructura edafológica del suelo.
Ahora bien, lo que llama la atención a primera vista es una gran variedad que persiste aun después de dividir las investigaciones según la escuela de pensamiento, el tipo de objeto sociológico o la población entrevistada. De esta manera, las escuelas de pensamiento incluyen desde el marxismo sartriano (Ferrarotti), el neomaterialismo (Wallerstein), el estructuralismo (Bertaux y Bertaux Wiame) o simplemente empiricismo (Kemeny, Lefebvre-Girouard, Karpati, Léomant) hasta la teoría de los roles (Luchterhand) y la hermenéutica (Kolhi), pasando, por supuesto, por el interaccionismo simbólico (Denzin) y muchas corrientes teóricas inspiradas en los trabajos de Max Weber (Camargo), Louis Dumont (Catani), Fernand Dumont (Gagnon). Pero esta diversidad se enriquece con la participación de investigadores que utilizan el relato de vida en el contexto de otras disciplinas, tales como la antropología (Elegoët), la historia social (Thompson, Synge, Bertaux-Wiame), la psicología social (Hankiss) y la psicohistoria (Elder).
Los medios sociales estudiados son múltiples. Hay entre ellos campesinos, trabajadores estacionales, obreros, empleadas, artesanos, industriales y elites; hay también jóvenes delincuentes, heroinómanos y la evocación de un campo de concentración. En el seno de estos medios, el número de personas entrevistadas va de uno a más de cien.
En fin, los objetos teóricos estudiados son diversos, ya que van desde lo vivido (Gagnon), la imagen de sí (Hankiss), los valores (Catani), los conflictos de roles (Luchterhand); y la historia psicológica (Elder y Rockwell) a las trayectorias de vida (Camargo, Martiny, Lefebvre-Girouard, Léomant, Bertaux-Wiame), los estilos de vida (Kemeny, Karpati) y las estructuras de producción (Bertaux y Bertaux-Wiame, Denzin).
En contraste con esta gran variedad de investigaciones, enriquecida, también, con publicaciones más recientes (como Hareven 1978, 1979; Rosenmayr 1978. Chalasinski 1981; Szczepanski 1981; Faraday y Plummer 1979 o los artículos contenidos en Cahiers Internationaux de Sociologie 49 (Número Especial: Historias de vida y vida social), el conjunto de trabajos de la escuela de Chicago parece de repente singularmente monocromático y polarizado. Monocromático, porque los trabajos ponen de manifiesto una misma corriente de pensamiento, producto de la enseñanza de George H. Mead, el interaccionismo simbólico (el término vino más tarde). Polarizado, porque si estos trabajos se refieren a diversas poblaciones, nuevos inmigrantes, jóvenes delincuentes, jóvenes prostitutas, vagabundos, toxicómanos, ladrones profesionales, es siempre la misma cuestión, el mismo objeto sociológico lo que orienta la reflexión: lo anómalo.
El punto es esencial: nos lleva a sospechar que lo que suele tomarse como un carácter constitutivo de los relatos de vida —a saber, que su valor particular reside en su capacidad de comprender “desde el interior” los procesos anómalos— no es más que una de sus múltiples facetas puestas de relieve por una escuela particular, la escuela de Chicago.
Prueba de consistencia
¿Se pueden clasificar estos diversos estudios según una o varias dimensiones, que ya por separado contribuyan a hacer aparecer la estructura subyacente del campo?
Una de las dimensiones estructurantes me parece estar constituida por el tipo de objeto sociológico estudiado. Se habrá notado que ciertos investigadores han optado por concentrarse en las estructuras y los procesos “objetivos”, mientras otros lo han hecho en las estructuras y los procesos “subjetivos”.
Las estructuras de producción, la formación de clases sociales, los modos de vida de medios sociales dados, constituyen objetos de tipo socioestructural. Además, las investigaciones conducidas actualmente sobre el “ciclo de la vida” y el “ciclo de la vida familiar” relevan este primer tipo, tal como lo hacen la escuela británica de historia oral (Thompson 1980) y los trabajos de antropólogos tendientes a describir los aspectos materiales de la cultura de un grupo social (Elegoët 1980). Agregaría a esto las investigaciones sobre los modos de vida hechas hasta hoy en Francia por los marxistas (Bleitrach y Chenu 1979). Es en las formas particulares de la vida material, producción y reproducción, trabajo y consumo, que todos los investigadores orientados hacia lo socioestructural buscan los cimientos de las múltiples regularidades del comportamiento y la recurrencia de los procesos que revelan los relatos de vida.
En aparente oposición a esta orientación se sitúa la que concentra su atención en los fenómenos simbólicos y tiende a despejar las formas y estructuras particulares del “nivel” sociosimbólico. A través de los relatos de vida y las autobiografías, considerando tanto sus formas como sus contenidos (Burgos 1979, 1990; Kolhi 1981; Catani 1981), los investigadores se proponen determinar los complejos de valores y de representaciones que existen, primero en el ámbito colectivo, antes de adueñarse más o menos totalmente de las subjetividades. Estos trabajos se apegan a una vieja tradición que recorre la sociología y la antropología y que va desde el estudio de las religiones y de los mitos hasta el de la ideología (Louis Dumont 1976); el método, por el contrario, es reciente.
Es cierto que el estudio de lo socioestructural y el de la sociología simbólica no proceden de la misma forma y por esta razón su distinción es pertinente. No obstante, conviene matizarla. Primero, en su mayoría, los objetos estudiados constituyen formas “degradadas”, desde el punto de vista teórico, de lo socioestructural (como los modos de vida) o de lo sociosimbólico (lo vivido, las actitudes, las representaciones y los valores individuales): en estas formas degradadas, las particularidades idiosincrásicas ocupan aún un lugar importante.
Sobre todo, estos dos "niveles", lo socioestructural y lo sociosimbólico, no son más que dos caras de una misma realidad, lo social; por esto, todo estudio profundo de un conjunto de relaciones sociales está obligado a considerarlos simultáneamente. Así, Denzin, habiendo comenzado a estudiar el consumo de alcohol en los bares desde la perspectiva de la interacción simbólica, se vio llevado a preguntarse por las estructuras de producción de los etílicos. En mi caso ocurrió lo contrario: pasé de una encuesta sobre las relaciones de producción del pan, interrogarme sobre los valores y proyectos de vida de quienes lo fabrican.
En fin, lo social no es fijo; es político y "opera" bajo la presión de fuerzas contrarias y cambiantes. Si estructura el campo de la praxis, es a su vez el objeto, el foco de la praxis. Una sociología que no se limitara a analizar el orden establecido, sino que tratara de aprehender las contradicciones que dicho orden engendra y las transformaciones estructurales resultantes, debería esforzarse por unificar el pensamiento de lo estructural y el de lo simbólico, y sobrepasarlos para llegar a un pensamiento de la praxis. Algunas obras excepcionales, en las que —y no es por azar— proliferan las descripciones biográficas de personajes, nos señalan el camino.
En comparación con esta primera dimensión, que va de lo estructural a lo simbólico y a la praxis, la segunda dimensión que subtiende la diversidad de las formas actuales del enfoque biográfico parecerá sin importancia: se trata, en efecto, del número de relatos de vida en los que se basa una investigación dada. Sin embargo, ella me parece importante.
Algunas investigaciones se basan en un solo relato de vida (Catani 1980, 981; Houle 1979; Luchterhand 1981; o, por ejemplo, Sutherland 1937). Otras se basan en muchos relatos, pero aislados unos de otros. Tal es el caso de la primera investigación en Quebec dirigida por Nicole Gagnon, que es en realidad la yuxtaposición de ciento cincuenta microencuestas cada una sobre un individuo, y no una encuesta sobre ciento cincuenta personas. Esta misma forma atomizada se encuentra en la investigación de Paul Thompson y Thea Vigne (Thompson 1977).
En una posición opuesta se encuentran las encuestas con base en muchos relatos de vida, recolectados en un medio homogéneo, es decir, un medio organizado por el mismo conjunto de relaciones socioestructurales. Obreros y artesanos panaderos (Bertaux), campesinos y campesinas de una misma aldea (Elegoët), obreros-campesinos de los alrededores de la misma ciudad (Karpati), miembros de la elite de un mismo país (Camargo) o jóvenes de origen obrero de los suburbios parisinos (Mauger y Fossé-Poliak 1979), son ejemplos de investigaciones cuya concepción inicial permite la totalización de los elementos del conocimiento de las relaciones socioestructurales aportadas por cada relato de vida, y la aparición del fenómeno de saturación, que me parece fundar la validez del enfoque bibliográfico.
Entre estos dos extremos se encontrarán las encuestas basadas en algunos relatos de vida únicamente (Lewis 1963; Sayard 1979; Hankiss 1981).
Si lo anterior es cierto, entonces el corte significativo según esta dimensión del número de casos observados no se sitúa en algún punto entre diez u once o entre treinta y treinta y un relatos, sino más bien en el punto de saturación, el cual, por supuesto, es necesario sobrepasar para asegurarse de la validez de las conclusiones. Por debajo de este punto, es difícil pronunciarse sobre la validez de las representaciones de lo real que propone cada relato, y ése es en particular el caso en que se dispone de un solo relato. Entonces la tentación es orientarse hacia el análisis hermenéutico de la autobiografía, el desciframiento de los significados ocultos que contiene, lo que puede desembocar, en el mejor de los casos, en hipótesis relativas al ámbito sociosimbólico.
Las dos “dimensiones” que parecen estructurar el espacio de las nuevas investigaciones (el tipo de objeto sociológico, el número de relatos recogidos) son relativamente independientes. Sin embargo, si intentamos dibujar el cuadro representativo de este espacio, se puede constatar una tendencia a la asociación entre objetos de tipo simbólico y un pequeño número de relatos profundos; y, al contrario, entre objetos de tipo socioestructural y un número elevado de relatos muy someros.
Pero existen en esta tendencia numerosas excepciones, y el interés de un cuadro como el antes propuesto es el de captar, más allá de la patente (y afortunada) diversidad en los trabajos que utilizan relatos de vida, algunos de los principios que están en la base de esta diversidad.
Consideraciones metodológicas
Por el momento, son sobre todo las preguntas metodológicas las que preocupan a los investigadores deseosos de experimentar el enfoque biográfico, y puesto que las respuestas a tales preguntas no se encuentran en la literatura, me parece útil abordarlas para reafirmar la inanidad de una “metodología” elaborada sin referencia a los contenidos sociológicos.
Siete preguntas, por lo menos, se repiten en las discusiones. Enumeradas en su orden de aparición en terreno (pero recordando que sus respuestas están ligadas entre sí), son las siguientes:
• ¿A quién interrogar?
• ¿A cuántos? (tamaño de la muestra)
• ¿Se debe ser directivo o no directivo?
• ¿Se deben recoger relatos completos o incompletos?
• ¿Cómo transcribirlos?
• ¿Cómo analizarlos?
• ¿Cómo publicarlos?
Sería fácil, y poco comprometedor, responder que todo depende del objeto que se intenta comprender; y acabamos de ver la gran diversidad de objetos sociológicos susceptibles de ser estudiados de esta manera... Hay que advertir que la mayor parte de las preguntas formuladas anteriormente surgen de un punto de vista cuyo origen es fácil descubrir: es la epistemología neopositivista, que no termina de impregnar nuestros espíritus, mientras que el sentido profundo del enfoque biográfico es precisamente cuestionarla. ¿Qué hacer? La constancia con que resurgen las preguntas muestra que son actualmente insoslayables.
¿A quiénes y a cuántos entrevistar?
Con o sin razón, quienquiera oiga hablar de una encuesta conducida por medio de relatos de vida no tarda en preguntarse sobre el número. ¿Cuántos? De la respuesta depende un juicio implícito sobre la validez de la encuesta.
La clave de este problema relativo a la cantidad parece residir, por lo menos en parte, en el concepto de saturación. El principio fue expuesto líneas atrás, y no le agregaría sino una precisión esencial: el investigador no puede estar seguro de haber alcanzado la saturación sino en la medida en que haya buscado conscientemente diversificar al máximo sus informantes.
La saturación es un proceso que opera no en el plano de la observación, sino en el de la representación que el equipo de investigación construye poco a poco de su objeto de estudio: la “cultura” de un grupo en sentido antropológico, el subconjunto de relaciones socioestructurales, de relaciones sociosimbólicas, etc.
Ahora bien, no nos podemos contentar con una primera elaboración de esta representación; ella se basa en las representaciones parciales de la primera serie de sujetos encontrados, por lo que es susceptible de ser destruida por otros sujetos situados en el mismo subconjunto de relaciones socioestructurales, pero en lugares diferentes. Por ejemplo, nuestra primera representación de las relaciones socioestructurales que subyacen en la existencia y el funcionamiento cotidiano de cuarenta mil panaderías artesanales provenía de dos años de entrevistas a obreros panaderos. Cuando comenzamos a encontrar artesanos y dueños de panaderías, esta representación no sólo se enriqueció con la dimensión comercial atinente al estatus de artesano, sino que al descubrir que muchos panaderos eran ex obreros que se habían establecido por su cuenta, nos vimos obligados a transformar profundamente nuestras primeras hipótesis.
En Uppsala, Lena Inowlocki y Charles Kaplan (1978) presentaron otro ejemplo. La mayor parte de los trabajos contemporáneos sobre toxicomanía se basan en el estudio de heroinómanos que han “caído”. Ahora bien, existen otros que llevan una vida normal, sin contacto alguno con las diversas instituciones represivas o de desintoxicación. Ellos constituyen "casos negativos" que ponen en entredicho las hipótesis elaboradas a partir de la observación de toxicómanos reconocidos como tales.
La saturación es más difícil de alcanzar de lo que parece a primera vista; pero, a la inversa, cuando se la alcanza, ella confiere una base muy sólida a la generalización. En este sentido, cumple en el enfoque biográfico exactamente la misma función que tiene la representatividad de la muestra en la encuesta por cuestionarios.
¿Directivo o no directivo?
Es sin duda la autobiografía escrita la que constituye la forma óptima de relato de vida, ya que la escritura lleva a la constitución de una conciencia reflexiva en el narrador.
Los relatos de vida orales no serán más que una aproximación; no obstante, en la práctica se suscitan más fácilmente.
Como los relatos de vida orales se recogen en entrevistas, podemos vernos tentados a acudir a la vasta literatura relativa a la conducción de la entrevista. Sin embargo, hay que estar consciente de la profunda diferencia existente entre la orientación general de esta literatura, originada en el campo de la psicología social, y la orientación preconizada aquí, que se emparienta mucho más al procedimiento etnográfico. Los psicosociólogos se interesan en las actitudes, en las ideologías encarnadas, y han concebido la entrevista en ese espíritu. Si, por el contrario, se considera al interlocutor como un informante, si lo que interesa no es lo que él cree, sino lo que sabe (por haberlo vivido directamente), la perspectiva cambia. Así, pues, una de las condiciones para que un relato de vida se desarrolle plenamente, es que el interlocutor desee contar su vida y que se adueñe de la conducción de la conversación, lo que el menos directivo de los psicosociólogos trataría precisamente de evitar.
¿Hay que ser, entonces no directivo? Si nos interesa un objeto del tipo “relaciones sociosimbólicas” es tal vez la actitud más recomendable, pero no tengo la experiencia de este tipo de encuesta (véase Catani 1980). Si, por el contrario, se busca conocer las relaciones socioestructurales, lo que conviene es una combinación de escucha atenta y de cuestionamiento. ¿Pero cuál?
En realidad el significado mismo de la actitud no directiva cambia en el curso de una encuesta e, igualmente, con la actitud directiva. Al principio de la investigación, lo prioritario es adquirir conocimientos sobre los marcos sociales (por ejemplo: relaciones de producción, división del trabajo, mecanismos de distribución de la gente en esas relaciones, normas profesionales, normas culturales, etc.). El investigador se verá obligado a bombardear con preguntas a sus primeros informantes. Y es preciso que las preguntas no se anulen entre sí, y no romper prematuramente con una nueva pregunta el esfuerzo del individuo por responder a la pregunta anterior.
La actitud directiva corresponde aquí a la búsqueda de información general. Ello obstaculiza el desenvolvimiento fluido de las narraciones, pero es prácticamente inevitable. Sin embargo, a medida que se avanza, los cuadros sociales se despejan poco a poco, se adivinan en las repeticiones de una conversación a otra, en la evocación de las mismas presiones exteriores. El investigador empieza a saber por dónde va y, consecuentemente, modifica su interrogar. Numerosas preguntas de orden general se pueden eliminar (pues ya se conocen las respuestas) y se vuelve más interesante desplazar la atención hacia el nivel de lo simbólico (valores, representaciones y emociones), y sobre todo de lo concreto particular (historia personal, como disposición específica de situaciones, de proyectos y de actos). Sólo así se puede asir el nivel de la praxis, síntesis de los niveles precedentes en los que los hombres y las mujeres, y también las familias, los grupos sociales reales en tanto que actores, “hacen algo de lo que se ha hecho de ellos”, para parafrasear a Sartre (1960).
En este caso, una escucha atenta es indispensable; atenta pero no pasiva, ya que la exploración de las lógicas contradictorias que han pesado en toda una vida se hará mejor entre dos personas. El papel de informante del sujeto se modifica. Se agrega a él una función de expresión de una ideología particular, además de una función de investigación, pues el sujeto no recita su vida, sino que reflexiona sobre ella mientras la cuenta.
En el curso de la entrevista, el sociólogo se ve obligado a ser ora directivo, ora no directivo, y es esencialmente en la medida en que haya una conciencia clara de lo que sabe y de lo que todavía busca, que podrá hacer buenas preguntas, replantearlas o callarse en el momento propicio.
Notas sobre la transcripción
Las grabaciones son poco manejables y hay evidentemente que transcribirlas, pero esto trae nuevos problemas.
No voy a tratar aquí las diferencias entre el relato oral y su transcripción escrita en bruto (el arreglo para la publicación es totalmente otra cosa). Quisiera simplemente señalar aquí un error que hemos cometido y que nos ha costado tiempo y energía.
Hemos tendido a hacer entrevistas en racimos enteros, ya sea por haber tenido acceso a un campo de trabajo después de muchas gestiones o por estar en algún lugar lejano y querer almacenar el mayor número de conversaciones posibles. Dejamos la transcripción, y —por tanto— el estudio cuidadoso de los relatos, para después. Más tarde llegamos a la convicción de haber hecho varias veces, en entrevistas sucesivas, preguntas cuyas respuestas nos habían sido dadas en forma indirecta en las primeras conversaciones, y haber omitido el poner atención a procesos evocados en las primeras conversaciones, pero de manera demasiado tangencial para haber tenido conciencia de ello en el momento. Si hubiésemos llevado paralelamente la recolección de entrevistas y su estudio, habríamos ganado en todo sentido.
Por eso la transcripción inmediata de las entrevistas, su examen “en caliente” y la totalización del saber sociológico a medida que se acumula parece ser la vía ideal; ella mejora mucho el proceso de formulación de preguntas y permite la pronta aparición de la saturación.
Carácter incompleto de los relatos de vida
Influidos por los relatos de vida publicados, que se presentan casi siempre como relatos autobiográficos completos que cubren todos los aspectos de la existencia y toda su duración, numerosos investigadores deploran el carácter incompleto de los relatos que recogen. Esto proviene de una confusión entre el esfuerzo sociológico y el esfuerzo literario, que no está nunca ausente cuando una publicación está en juego.
Si el objeto sociológico explorado es del tipo “relaciones socioestructurales”, el segmento de la vida que interesa al sociólogo es el que ha sido vivido en el seno de esas relaciones. Si un obrero panadero deja su trabajo para convertirse en policía (se ha presentado el caso), “se sale del campo”. Sólo la decisión de abandonar el trabajo es pertinente para quien estudia la panadería, pues el resto se trata de otro universo. Lejos de hacer un fetiche de la biografía entera como historia única de un individuo único, portador de la inefable condición humana, el enfoque biográfico debe criticar la “ideología biográfica”; por el contrario, debe reconocer, que cada vez más en las sociedades animadas por el incesante movimiento del capital, hombres y mujeres tienden a ser movidos como peones, desplazados de una región a otra de las relaciones de producción, del territorio, del medio sociocultural, etc. (Bertaux 1976).
Pero si la segmentación que opera en la realidad misma debe reconocerse como tal y ser incluida en el principio mismo de la recolección de relatos de vida, hay otro proceso (ortogonal a la segmentación) que también opera: se trata del proceso por el cual, tras la separación domicilio/trabajo posterior al desarrollo del asalariado, cada vez más personas han sido llevadas a vivir vidas paralelas: una en el trabajo, la otra en familia, y a veces una tercera en una actividad correspondiente a un compromiso personal. De esta manera, muchas existencias son de alguna forma cortadas longitudinalmente por la destrucción de las comunidades locales y la especialización de los campos sociales en el seno de las metrópolis.
Señalar los efectos de los procesos de segmentación y el “corte longitudinal” no significa que tales procesos resulten siempre y en todas partes victoriosos. Se puede postular, en efecto, que quienes los sufren, lo resisten. Guy Barbichon y sus colaboradores (1972, 1974) mostraron que las esferas del trabajo, de la familia y de la residencia (en sentido de la movilidad geográfica) se condicionan mutuamente. Podemos, por ejemplo, cambiarnos a un trabajo mejor, o cambiar de trabajo para “regresar al terruño”. Y no es menos cierto que las diferentes formas de movilidad (geográfica, profesional, movilidad del modo de vida) se acentúan. A menos que se tomen en sí mismas como objeto, lo que lleva a la búsqueda de trayectorias, signos de flujos colectivos y relatos de vida que permiten entender los diferentes tipos de desplazamientos (geográficos, pero también profesionales, familiares, culturales, sociales) y la emergencia de la praxis individual y sobre todo familiar (Belan y Jelin 1980; Thompson 1980), no es necesario abarcar la totalidad de las existencias.
Si, por el contrario, el objeto de la investigación es uno u otro tipo de relaciones sociosimbólicas, puede ser esencial conocer la totalidad de la existencia (punto de vista de Catani 1980). Pero precisamente lo que le interesa al sociólogo, en este caso, no es la vida como totalidad concreta, sino la significación que le es conferida a posteriori.
Además, esta “totalidad” no es tal, sino que está fragmentada y dividida por el juego de circunstancias, de fuerzas sociales incontrolables, de acontecimientos colectivos que invaden la vida sin que se pueda hacer nada al respecto (guerra o paz, desarrollo o crisis). Por el contrario, es del mayor interés saber cómo cada cual se esfuerza por narrar la historia de una serie de contingencias como un desarrollo unitario; por describir una línea, rota por fuerzas exteriores como un itinerario deseado y escogido desde el interior; por comprender cómo hacen los seres humanos para construir una unidad de significado de la cual su vida real está desprovista. Se sabe que hacer un relato de vida no es vaciar una crónica de los acontecimientos vividos, sino esforzarse por darle un sentido al pasado y, por ende, a la situación presente; es decir, lo que ella contiene de proyectos. Los sutiles mecanismos de esta “semantificación” han sido explorados muy poco; se trata, sin duda, en general de “arreglos” personales que utilizan como materiales de base elementos de significado o semes tomados del universo sociosimbólico circundante.
La exploración de este universo, esbozado apenas (véase Dumont 1976, Catani 1980), podría sacar mucho provecho de la recolección de los relatos de vida concebidos como operaciones de semantificación.
El problema del análisis
Todo lo que se ha dicho anteriormente converge en el rechazo de la concepción neopositivista del análisis como análisis de los datos (data analysis), fase posterior a la recopilación. El proceso que se instaura progresivamente se emparienta mucho más con el de los antropólogos de campo que con el de los sociólogos que realizan encuestas mediante cuestionarios. El “análisis” continúa a lo largo de toda la investigación y consiste en construir progresivamente una representación del objeto sociológico. Se invierte en esto un máximo de reflexión sociológica y un mínimo de procedimientos técnicos. Es en la selección de los informantes, en la transformación del cuestionario de un informante a otro (al contrario del cuestionario estándar), en la habilidad para descubrir los índices que abren la vía hacia procesos hasta entonces inadvertidos y para organizar los elementos de información en una representación coherente, que se pone en juego la calidad del análisis. Cuando la representación se estabiliza, se concluye el análisis.
Esta concepción parece situarse en oposición a la tradición hermenéutica, en la que se intenta, por el contrario, encontrar mediante múltiples lecturas de un mismo texto, las significaciones subyacentes (Kohli 1978, 1981). Pero la contradicción sólo es aparente. Está claro que el estudio de lo sociosimbólico puede difícilmente renunciar al proceso hermenéutico; está claro igualmente que cuando intentamos, como lo hicieron Maurice Catani (1980, 1981) o Martine Burgos (1979, 1980), encontrar el significado no en los contenidos manifiestos o latentes, sino en la forma misma de los relatos, el análisis profundo de cada narración es indispensable. Si se encuentra, por ejemplo, que muchas mujeres no emplean el pronombre “yo” (en el sentido del sujeto de un acto hecho conscientemente) para contar su vida, según lo señalan Noëlle Bisseret (1974) e Isabelle Bertaux-Wiame (1979), ello tiene consecuencias potenciales considerables.
Concluyamos, pues, que los problemas del análisis de lo socioestructural y de lo sociosimbólico no son los mismos y que requieren procesos diferentes. Pero no cosifiquemos esta división de lo simbólico y de lo estructural, que no son más que dos aspectos del mismo fenómeno social total, el cual es también totalmente histórico.
Recopilación vs. publicación
Entre los cientos de autobiografías o de historias de vida “indígenas” inducidas y recopiladas por antropólogos y sociólogos desde hace un siglo, algunas son obras maestras. El texto fluye como agua de la fuente, la transferencia del lector sobre el narrador no tarda en ocurrir y lo sume en un universo a la vez desconocido y próximo, que él descubre al mismo tiempo que el narrador. Terminamos estos largos relatos enriquecidos con una nueva experiencia.
El investigador puede, entonces, verse tentado a imitar a sus ilustres predecesores y es aquí donde está el peligro.
Las grandes autobiografías indígenas se entregan a la lectura como relatos espontáneos, vividos por un hombre o una mujer sin características particulares, que cuenta la historia de su vida. Y entonces nos admiramos y nos desesperamos por no encontrar nunca en el camino ningún hombre o mujer que posea ese talento de narrador que parece tan natural. Aquí es igual que en literatura: para lograr lo natural se necesita un arte considerable.
Advirtamos, primero, con Maurice Catani (1975), que la mayoría de los relatos de vida que llegan a publicarse no tienen un autor, sino dos: el narrador, y también el investigador. Leo Simmons redujo a un cuarto la autobiografía (escrita por encargo pagado) de Don Talasyeva. Oscar Lewis escribió Los hijos de Sánchez, a partir de transcripciones... Al contrario, cuando un texto en bruto es publicado tal cual se obtiene, o peor aún, cuando es reescrito por un periodista sin mucho talento, la alquimia literaria se pierde, sea el narrador un indio o un campesino de la Beauce.
La función del investigador, por tanto, es esencial; a menudo es él quien impone la forma autobiográfica a lo que inicialmente no es más que la evocación de muchas escenas. Podríamos adelantar la hipótesis extrema según la cual la autobiografía es una forma de expresión que sólo pertenece a la cultura occidental, única cultura en la historia que ha separado el yo, el individuo, del tejido social comunitario; la única que ha erigido al hombre como medida de todas las cosas; la única en proponerlo como sujeto de su propia existencia. Encuentro esta hipótesis muy esquemática y prefiero un examen atento de lo que Althusser llama “las formas históricas de la individuación”. Sin embargo, constituye un buen punto de partida para romper con la ideología biográfica.
Muchos antropólogos franceses, Claude Karnooh para Transilvania, Philippe Sagat con los Limbu de Nepal, han mencionado que la mayoría de los campesinos a quienes ellos les habían sugerido contar su vida, respondían en otros términos, describiendo, por ejemplo, la antigua vida del barrio, o multiplicando las anécdotas, en las que ponían todo su talento de narradores. Algunos de estos relatos alcanzan una gran calidad de expresión: no son relatos de vida, porque esta forma de expresión no tiene, a la larga, sentido en estas culturas. Por el contrario, contar historias, poner en escena personajes (con sus particularidades, sus ridiculeces), producir efectos dramáticos es algo que, como sabemos, sí les gusta hacer (Sagant 1990). ¿Por qué, entonces, imponer la forma autobiográfica? ¿No es esto una herejía?
Podemos ir aún más lejos: numerosos indicios parecen indicar que en las sociedades campesinas europeas, incluso entre los obreros, los empleados y la mayoría de las mujeres, la autobiografía no es tan natural. Cuando Armel Huet entrevista a un viejo campesino bretón de su familia y le pide que cuente su vida, el hombre describe con una gran precisión la historia de las diferentes casas de la aldea. Pueden contar la guerra de 1914 a 1918 tal y como la vivieron, pero el resto, son los trabajos y los días (Elegoët 1978). Con toda razón, Jean Peneff (1979) hace notar que la mayor parte de las autobiografías obreras publicadas hasta hoy tienen como autor a un individualista, a menudo un anarquista, que ha logrado salir de la condición obrera y que no es ya un obrero en el momento en que escribe. Podemos decir lo mismo, en relación a la condición de los campesinos, de las muy hermosas autobiografías de Pierre-Jakez Helias (1975) o de Gavino Ledda (1977). ¿La autobiografía no será, finalmente, no sólo una forma occidental sino también "burguesa", o al menos una forma sin sentido fuera del humanismo clásico?
Dejaremos esta pregunta en suspenso. Lo que hay que saber, sin embargo, es que para tener estilo (adecuación de la forma al contenido), una historia debe haber sido contada muchas veces (Sagant 1980). Ahora bien, es la cultura local la que determina el género de historias que se cuentan... Para que el relato de vida pueda esbozarse o, más aún, para que se desarrolle, es necesario haber interiorizado la postura autobiográfica; que nos tomemos por objeto, que nos veamos a cierta distancia, que se haya formado una conciencia reflexiva que trabaje con el recuerdo y que la memoria misma se transforme en acción. Si esto se da, todo es posible.
Para crear esta conciencia reflexiva, no hay nada como el acto de escribir y el diálogo íntimo que provoca. De acuerdo a lo que sé sobre las “memorias” recopiladas en gran número en concursos públicos entre los obreros y campesinos polacos, creo comprender que es, finalmente, en la calidad de la conciencia reflexiva (y no en la calidad de la lengua, o en el carácter excepcional de la experiencia vivida) que los jueces evaluaban la calidad de una autobiografía. Desde este punto de vista, entonces, la entrevista oral no puede reemplazar el esfuerzo de la escritura, ya que no deja tiempo para que la conciencia reflexiva se forme. Aquí está, me parece, la razón profunda por la que los relatos de vida orales son sometidos por los investigadores a la reescritura antes de su publicación, reescritura que se justifica en general por la "supresión de repeticiones", y otras trivialidades.
Si nuestra tarea fuera suscitar grandes autobiografías indígenas tratando de ser fieles al documento recogido, la situación sería casi desesperada. Pero éste no es nuestro objetivo. Si los relatos de vida (y, por supuesto, las autobiografías) nos interesan, no es como historias personales, sino en la medida en que estas historias “personales” no son más que un pretexto para describir un universo social desconocido. Esto significa que una vez adquirida, la postura autobiográfica debe transformarse; que la mirada “auto-gráfica” se debe transformar en mirada etnográfica. Aquí, paradójicamente, la interiorización de la cultura occidental y de su expresión “burguesa” constituye una dura desventaja. No hay nada más aburrido y vacío que esas Memorias de personajes que no hablan sino de ellos mismos (salvo si poseen un arte consumado). A través de los ojos del narrador, no es a él a quien queremos ver, sino el mundo; o, más exactamente, su mundo. Queremos servirnos de él como de un periscopio y que sea lo más transparente posible. Pero la metáfora no es totalmente justa, ya que no es sólo viendo, sino multiplicando las experiencias, que un ser humano aprende a comprender el mundo que lo rodea. Para el sociólogo, el narrador ideal es aquel que funciona como periscopio cinestésico.
Es finalmente por ser relatos de experiencia que los relatos de vida llevan una carga significativa capaz de interesar a la vez a los investigadores y a los simples lectores. Porque la experiencia es interacción entre el yo y el mundo, ella revela a la vez al uno y al otro, y al uno mediante el otro.
Los investigadores se interesan no en un yo particular, sino en el mundo (que comprende no sólo las relaciones socioestructurales, sino también, en el ámbito sociosimbólico, una forma de individuación específica a este mundo, que se revela a través de la formación de un yo particular). En cuanto al simple lector, comprendido también el investigador que lee por placer, se internará más en el descubrimiento de otro mundo en la medida en que es conducido por un guía concreto: el narrador. Que esto dependa de nuestra forma de cultura, en la cual toda novela presupone un héroe; o que ello corresponda a una necesidad mucho más profunda, la de un intercambio simbólico entre hermanos, humanos, es innegable que la legibilidad de una autobiografía es mucho mayor, y sobre todo cualitativamente diferente, a la de un tratado de etnología o de sociología sobre tal o cual formación social.
Ahora bien, todo descansa en una diferencia de forma; nada prueba que los contenidos del tratado y de la gran autobiografía indígena sean fundamentalmente diferentes. Su diferencia de contenido no es en todo caso una diferencia de lo particular a lo universal, ya que es a través de lo particular que se encuentra la vía hacia lo universal.
Pero conviene agregar, en descargo de los tratados eruditos, que tras cada autobiografía indígena hay un antropólogo, y que sin duda (porque se borra las pruebas de esto antes de la publicación) es de él que proviene la calidad del enfoque etnográfico del cual hablábamos más atrás. Leo Simmons conocía la cultura hopi y estaba en contacto constante con Don Talasyeva. Oscar Lewis dice haber hecho "cientos de preguntas" a los niños Sánchez. P.-J. Helias trabajó describiendo las múltiples formas de la cultura campesina bretona mucho antes de soñar con la redacción de su autobiografía, la cual se enriqueció con dichas descripciones. Esta labor subterránea de los investigadores, que se encuentra oculta y disimulada en la espontaneidad aparente de las grandes autobiografías publicadas, es, sin embargo, lo que les confiere su valor etnológico y sociológico.
Una vez desmitificados estos magníficos textos, pueden cultivarnos e inspirarnos. Pero no deben servirnos de modelo sólo por el hecho de que más o menos propagan la ideología biográfica. Las formas de publicación adecuadas al enfoque biográfico permanecen todavía a la espera de ser inventadas.
Valor sociológico de la experiencia humana
En la época del doble imperialismo del estructural-funcionalismo y del survey research (investigación por encuestas), los relatos de vida no eran considerados de interés sociológico. Se les concedía una cierta aptitud para aprehender lo “vivido”, es decir, la manera "psicológica" mediante la cual los fenómenos sociales, producto de estructuras rígidas cuya comprensión escapaba totalmente al hombre ordinario, podían ser sentidos por el individuo. Pero esto no era más que menudencia de lo social, carente de todo carecía de interés para una sociología científica.
¿Cómo no ver, a medida que uno se libera de él, la formidable coherencia de este doble imperialismo, coherencia profunda disimulada por luchas constantes entre teóricos y empiristas, estructuralistas y positivistas? De un lado, los maestros del cuestionario, que se guían sólo por las relaciones estadísticas. Del otro, los maestros de la teoría, que afirman que no se le puede pedir a la gente que haga su propia sociología (Bourdieu et al. 1968). Teóricos y empiristas, más allá de sus divisiones, están unidos por el mismo punto esencial, a saber: que la sociología tenía la vocación de convertirse en una ciencia exacta. Para que el proyecto se realizara, era necesario vaciar al hombre ordinario de toda capacidad de iniciativa imprevisible y, por ende, de toda capacidad de conciencia crítica y de voluntad de acción sobre lo socioestructural. Era necesario, también, vaciar el orden social de toda contradicción profunda, pensarlo como un organismo, un sistema, una estructura. De aquí el pensamiento unidimensional del funcionalismo y del estructuralismo invirtiendo toda su libido en una búsqueda loca de coherencia y de cientificidad. De aquí también esta extraña práctica de los empiristas, la de imitar a los físicos de la época de Galileo y de Newton: ya que para los sabios la observación consistía en medir algunas magnitudes físicas de un mismo objeto (peso, velocidad, trayectoria, o longitud y temperatura) y en analizar sus relaciones, nosotros haríamos lo mismo: obtendríamos de los objetos humanos los valores adoptados para algunas magnitudes variables (empleo, ingreso, edad, opiniones) y nos esforzaríamos en deducir de esos datos las relaciones de causalidad. El conductivismo vino oportunamente a suministrar la filosofía adecuada a esta práctica. Los seres humanos eran reducidos a objetos para permitirles a las ciencias humanas llegar a ser objetivas.
Es en relación con esta doble postura (e impostura) epistemológica que podemos comprender el cambio fundamental que implica la decisión de reconocer en los saberes indígenas un valor sociológico. Tratar al hombre ordinario no como un objeto de observación, de medición, sino como un informante y, por definición, como un informante mejor informado que el sociólogo que interroga, es poner en duda nuestro monopolio institucional sobre el saber sociológico y es abandonar la pretensión de la sociología como ciencia exacta; monopolio y pretensión en los que reposa la legitimidad de la sociología como institución.
De allí las reacciones espontáneas de la república docta de los sociólogos, en su gran época cientificista, ante los relatos de vida y más generalmente ante todo enfoque que arriesgara revelar la calidad sociológica de la experiencia humana, y finalmente la calidad humana de la experiencia socio-histórica. Aparte del rechazo y el olvido casi completo de los relatos de vida, otros indicios vienen a apoyar esta interpretación: desde el aislamiento de C. Wright Mills luego de la aparición de La imaginación sociológica (1960), obra admirable que pone en perspectiva crítica el cientificismo en sociología hasta, contrario sensu, el cientificismo que se filtra en cada página de ese notable breviario del sociólogo profesional, El oficio de sociólogo (Bourdieu et al. 1968), síntesis exitosa del estructuralismo y del positivismo, que además no poco ha contribuido a mi propia formación.
Y, sin embargo, si la sociología, al igual que la antropología, reconociera por fin a la experiencia humana (de la cual los relatos de vida no son sino una de las posibles formas de expresión) un valor cognitivo, ganaría mucho. Pero esto requeriría una revisión desgarradora.
En primer lugar, la sociología se acercaría a la etnología, que desde hace tiempo ha admitido que obtiene lo esencial de sus conocimientos concretos, e incluso buena parte de sus interpretaciones, de los informantes encontrados en el trabajo de campo. Si la etnología puede admitirlo sin poner en peligro su estatuto científico, es porque la distancia entre una disciplina y su objeto, que en la ideología occidental parece ser una dimensión constitutiva del estatuto científico, le es dada por milenios de desarrollos divergentes y accesoriamente por miles de kilómetros. Esta distancia que la historia encuentra en el alejamiento temporal (piénsese en el recelo en relación con la historia inmediata); que la psicología buscó primero en la experimentación con los animales y luego encontró en el concepto del inconsciente; esta distancia que la economía, ex economía política, considera como dada en la apropiación por parte de algunos de los medios de producción colectivos, la separación entre el trabajo que es el patrimonio común y la acumulación-inversión que ella estudia, separación reificada por la economía para perpetuar su propia existencia; esta distancia ha sido muy difícil de construir para la sociología. Pero fue en su construcción que ella se dotó de sus fundamentos. Se comprende, entonces, por qué duda en cuestionarlos.
Ahora bien, ¿de dónde proceden esos fundamentos, de dónde vienen las instituciones más atinadas de nuestros grandes teóricos, si no es primero de su experiencia personal, ampliamente enriquecida por la experiencia de sus pares? ¿De dónde vienen las chispas de genio de un Tocqueville, de un Saint Simon, de un Proudhon, de un Marx, de un Durkheim, de un Gurvitch, si no de los viajes del uno, de los contactos y el compromiso del segundo y del tercero; de la amistad de Marx con un industrial, Engels; de la educación religiosa de Durkheim; de la participación en la revolución rusa de Gurvitch? Ciertamente, eran necesarios cerebros ágiles y formados para absorber la quintaesencia de la experiencia vivida, para ponerla a distancia por medio de una crítica retrospectiva; y sobre todo para darle una forma de expresión escrita. Con gusto apostaría, esperando que alguien intente la demostración, que en el origen de los principales conceptos que dieron fuerza al pensamiento sociológico desde hace ciento cincuenta años hay una experiencia humana primero vivida, y luego reflexionada, ya sea personal o muy cercana.
Pero esto no es más que un aspecto del asunto. El otro es que, si es cierto que la experiencia humana es portadora de saber sociológico (y si no, habría muy poca sabiduría en este mundo), entonces vivimos en medio de un océano de saberes indígenas de los que, sin embargo, no queremos saber nada. No digo que se trate de conocimiento puro y perfecto (pero, ¿en cuál sociólogo lo es?) ni que esté igualmente repartido, ya que es precisamente función de la experiencia. Pero no cabe duda de que estamos asentados sobre enormes yacimientos sociológicos de una riqueza inaudita, y que bastaría con unas cuantas perforaciones para hacerlos brotar hasta la superficie. Esto no significa que puedan utilizarse tal cuales, salvo excepción: también el petróleo, por ejemplo, debe ser refinado.
Si éste fuera el caso, se transformarían las tareas de la sociología. A la tarea de captación por medio de la encuesta, al esfuerzo de totalización y de expresión concentrada de los saberes preexistentes, se agregaría la labor de reinsertar los procesos sociales locales, así explicitados, en el seno del conjunto social-histórico global. Es raro, en efecto, que la experiencia humana sobrepase los límites locales. Su campo privilegiado es el de las mediaciones (Sartre 1960), todas esas cadenas entrecruzadas de procesos mesosociológicos que constituyen la sustancia de lo social-histórico. Pero es también, o debería ser, el campo de una sociología “historicizada” y concreta. La diferencia proviene de las formas de enfoque: mientras la experiencia humana se esfuerza por elevarse de lo particular a lo general, la teoría sociológica parte de lo general (historicizado) para analizar las formas concretas y siempre renovadas de actualización. Pero la meta es la misma: dilucidar el movimiento de lo social-histórico.
En fin, puesto que la experiencia humana es concreta; puesto que es experiencia de las contradicciones, de las incertidumbres de la lucha, de la praxis, de la Historia, tomarla en serio es ponerse en posición de aprehender no solamente las relaciones sociales (socioestructurales y sociosimbólicas), sino también su dinámica, o mejor, su dialéctica. Aquí, lo único que puedo hacer es remitirme a Georges Gurvitch, que vivió, comprendió y expresó esto mejor que nadie (1953, 1962); a Balandier (1968, 1972); además, a Verhaegen (1974). Sabemos que su pensamiento tan intensamente dialéctico fue olvidado durante la era de la hegemonía estructuralista, mas llegó el momento de redescubrirlo.
Todo esto exigirá amplios desarrollos, ya que no es fácil superar hábitos de pensamiento profundamente interiorizados, para construir una etno-sociología dialéctica, histórica y concreta, fundada sobre la riqueza de la experiencia humana. Pero el objeto de este artículo era mucho más modesto, puesto que sólo intentaba hacer entrever dicha posibilidad.
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viernes, 16 de enero de 2009
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