viernes, 16 de enero de 2009

En busca del respeto - PHILLIPE BOURGOIS

En busca del respeto[1]. Vendiendo crack en El Barrio

PHILLIPE BOURGOIS

INTRODUCCIÓN

Hombre, no culpo donde estoy ahora a nadie más que a mí mismo.

Primo

Al crack fui forzado en contra de mi voluntad. Cuando me mudé por primera vez a East Harlem - “El Barrio”[2] - recientemente casado en la primavera de 1985, estaba buscando un departamento barato en la ciudad de New York desde el cual pudiese escribir un libro sobre la experiencia de la pobreza y la segregación étnica en el corazón de una de las ciudades más caras del mundo. En el nivel teórico, estaba interesado en la economía política de la cultura callejera de los barrios pobres. Desde una perspectiva personal y política quería investigar el talón de Aquiles de la nación industrializada más rica del mundo, documentando como ésta impone la segregación racial y la marginalización económica en muchos de sus ciudadanos Latinos/as y Africanos-Americanos.

Pensé que el mundo de la droga iba a ser solamente uno de los muchos temas que yo exploraría. Mi tema original era la entera economía paralela (sin paga de impuestos), desde la reparación de autos en el cordón de la vereda y cuidado de bebés, hasta apuestas ilegales y tráfico de drogas. Jamás había escuchado sobre el crack, ni siquiera cuando me mudé por primera vez al vecindario -nadie sabía aún sobre esta particular sustancia porque este frágil compuesto de cocaína y bicarbonato de sodio procesados en píldoras eficientemente fumables, no estaba disponible como un producto de mercado masivo.[3] Al final del año, sin embargo, la mayoría de mis amigos, vecinos y conocidos habían sido barridos dentro del ciclón de crack valorado en miles de millones de dólares: vendiéndolo, fumándolo y preocupándose por él.

Los seguí, y observé la tasa de asesinatos elevarse a grandes pasos enfrente de mi destruido monoblock, para convertirse en una de las tasas más altas en Manhattan.[4] La acera enfrente del edificio quemado y abandonado, y los baldíos con basura desparramada contiguos a cada lado de mi monoblock, comenzaron a crujir con el sonido de ampollas vacías de crack debajo de los pies. Casi una década más tarde, como este libro se edita, a pesar de los debates de los “expertos en drogas” sobre si los Estados Unidos enfrenta o no un severo “problema de drogas”, esta misma acera continúa llenándose con todo tipo de desperdicios de drogas. La única diferencia a mediados de los ‘90s es que al costado del cordón de la vereda, quedaban tiradas las jeringas hipodérmicas usadas y las ampollas de crack consumidas. La heroína se ha vuelto a reunir junto con el crack y la cocaína como una principal opción de droga disponible en los barrios pobres, ya que los proveedores internacionales de heroína han recuperado su participación en el mercado del abuso de sustancias, bajando sus precios y aumentado la calidad de sus productos.[5]

La Economía Paralela

Este libro no es sobre el crack, o drogas, per se. El abuso de sustancias en los barrios pobres es meramente un síntoma -y un símbolo vivo- de las más profundas dinámicas de la marginalización y alienación social. Por supuesto, desde un nivel inmediatamente visible y personal, la adicción y el abuso de sustancias son entre lo más inmediato, los brutales factores que moldean la vida cotidiana en la calle. Lo más importante, sin embargo, es que las dos docenas de traficantes callejeros y sus familias con los cuales entablé una amistad, no estaban interesados en hablar principalmente sobre drogas. Por el contrario, ellos querían que aprenda todo sobre sus estrategias diarias para la subsistencia y dignidad en la línea de la pobreza.

De acuerdo con las estadísticas oficiales, mis vecinos en la calle deberían de haber sido vagabundos, hambrientos y harapientos. Debido al costo de vida en Manhattan, debería de haberles sido imposible, para la mayoría de ellos, pagar la renta y hacer las compras mínimas de alimentos, y aún así, poder pagar sus cuentas de electricidad y gas. De acuerdo con el censo de 1990, el 39.8% de los residentes locales en East Harlem vivían por debajo de la línea federal de la pobreza (comparado con el 16.3% de todos los neoyorquinos) con un total del 62.1% recibiendo menos del doble del ingreso oficial del nivel de pobreza. Las cuadras que inmediatamente me rodeaban eran significativamente más pobres, con la mitad de todos los residentes cayendo debajo de la línea de la pobreza.[6] Dado los precios neoyorquinos para los bienes y servicios esenciales, esto significa que de acuerdo con las medidas económicas oficiales, convenientemente más de la mitad de la población de El Barrio no podría satisfacer sus necesidades básicas.

De hecho, no obstante, las personas no están pasando hambre en una escala masiva. Aunque muchos residentes ancianos y muchos jóvenes no tienen una adecuada dieta alimenticia y sufren del frío en invierno, la mayoría de los residentes locales están adecuadamente vestidos y razonablemente sanos. La enorme economía paralela, sin censar, sin paga de impuestos, permite a centenares de miles de neoyorquinos en vecindarios como East Harlem, subsistir con las mínimas amenidades que las personas viviendo en los Estados Unidos consideran como necesidades básicas. Estuve determinado en estudiar estas estrategias alternativas generadoras de ingresos, que estaban consumiendo gran parte del tiempo y energía de los hombres y mujeres jóvenes sentados en las escaleras de las entradas de los edificios y en los autos estacionados frente a mi departamento.

A lo largo de los ‘80s y ‘90s, poco más de una de tres familias en El Barrio recibía asistencia pública.[7] Los jefes de estos hogares empobrecidos tuvieron que suplementar sus magros cheques para poder mantener vivos a sus hijos. Muchas son madres que hacen dinero extra siendo niñeras de los hijos de sus vecinos, o limpiando y cocinando en la casa por la paga de un inquilino. Otras atienden el bar en uno de la media docena de clubes sociales y discos después de hora, dispersados por todo el vecindario. Algunas trabajan “en negro” en sus livings como costureras para los contratistas de indumentaria. Finalmente, muchas se hallan obligadas a entablar relaciones amorosas con hombres quienes están dispuestos a hacer contribuciones de dinero en efectivo, para los gastos del mantenimiento de sus hogares.

Las estrategias masculinas para la generación de ingresos en la economía paralela son más visibles públicamente. Algunos hombres reparan autos en el cordón de las veredas; otros esperan en las escaleras de las entradas de los edificios por subcontratistas sin licencia de construcción a que los recojan para un trabajo de demolición informal y nocturno o proyectos de renovación de ventanas. Muchos venden “números” –el nombre callejero para las apuestas ilegales. Las cohortes más visibles venden bolsitas de $5 o $10 de una droga ilegal u otra. Ellos son parte del más robusto sector de miles de millones de dólares de la economía paralela en auge. La cocaína y el crack, durante la mitad de los ‘80s y comienzos de los ‘90s en particular, seguidos por la heroína a mediados de los ‘90, han sido las de más rápido crecimiento –sino las únicas- fuentes de trabajo para los hombres de Harlem sin discriminación de raza. La venta de drogas al por menor, supera fácil y holgadamente la competencia de otras oportunidades para generar ingresos, sean legales o ilegales.[8]

La calle frente a mi monoblock no era atípica y dentro de un radio de dos cuadras yo podía –y aún puedo, a partir de este borrador final- obtener heroína, crack, cocaína en polvo, jeringas hipodérmicas, metadona, Valium, polvo de ángel[9], marihuana, mezcalina, alcohol de contrabando, y tabaco. Dentro de las cien yardas desde las escaleras de la entrada a mi edificio, habían tres casas de crack compitiendo y vendiendo las ampollas a dos, tres, y cinco dólares. Justo a unas pocas cuadras, en una de las varias “fábrica de pastillas” locales, un doctor escribió en un solo año $3.9 millones equivalentes en prescripciones de Medicaid, recibiendo casi $1 millón por sus servicios. El 94% de sus “medicinas” estaban en la lista de las drogas abusivas prescriptas con más frecuencia del Department of Social Services. La mayoría de estas píldoras fueron vendidas al por menor en las esquinas o revendidas a las farmacias, con grandes descuentos. En mi misma cuadra, en el segundo piso arriba de la casa de crack donde yo pasaba mucho de mi tiempo libre a la noche, otra mugrienta clínica dispensaba sedantes y narcóticos a la muchedumbre de demacrados adictos que esperaban en un grupo decrépito a que la enfermera levantase la no identificada puerta de metal de la clínica, y pegase un cartón escrito a mano “El Doctor está atendiendo” en la ventana cubierta de linóleo. Nunca pude averiguar el volumen del negocio de esta clínica porque nunca fue allanada por las autoridades. Para remarcar un opuesto a esta misma fábrica de pastillas, no obstante, la policía del New York City Housing Authority arrestó a una madre de 55 años de edad y a sus hijas de 22 y 16 años mientras estaban “cargando” 21 libras de cocaína dentro de $10 de un cuarto de gramo de largas ampollas de productos alterados, equivalentes a un valor de más de $1 millón en la calle. La policía encontró $25000 en efectivo y en billetes de cambio chico, en el mismo departamento.

En otras palabras, negocios de millones de dólares se llevan a cabo al alcance de las manos de los jóvenes creciendo en los monoblocks o departamentos precarios de East Harlem ¿Por qué los hombres y mujeres jóvenes deberían tomar el subte para trabajar en empleos de salario mínimo –o siquiera empleos que doblen el salario mínimo- en las oficinas del centro cuando usualmente ellos pueden ganar más, al menos al corto plazo, vendiendo drogas en las esquinas frente a sus departamentos o en el patio de las escuelas? De hecho, siempre me sorprende que muchos hombres y mujeres de los barrios pobres permanezcan en la economía legal y trabajen de nueve a cinco, más las horas extras, apenas logrando cubrir sus necesidades básicas. De acuerdo con el censo de East Harlem en 1990, el 48% de todos los hombres y el 35% de todas las mujeres mayores de 16 años eran empleados en trabajos oficialmente reportados, comparado a un promedio de la ciudad del 64% para los hombres y el 49% para las mujeres.[10] En el censo regional a los alrededores de mi departamento, el 53% de todos los hombres mayores de 16 años de edad (1923 de 3647) y el 28% de todas las mujeres mayores de 16 años (1307 de 4626) estaban trabajando legalmente en empleos oficialmente censados. Un 17% adicional de la fuerza laboral de los civiles estaban desempleados pero buscando activamente trabajo, comparado al 16% de El Barrio en su totalidad y el 9% de toda la ciudad de New York.[11]

La dificultad para realizar generalizaciones sobre los vecindarios en los barrios pobres sobre la base de las estadísticas oficiales del U.S Census Bureau, no puede ser sobre enfatizado. Estudios comisionados por el Census Bureau estiman que entre el 20% y 40 % de los hombres Africanos-Americanos y Latinos en sus últimos años de adolescencia y principios de los veinte, no son registrados por el censo. Muchos de estos individuos esconden, a propósito, sus paraderos temiendo represalias por sus envolvimientos en la economía paralela.[12] Un buen ejemplo de la magnitud del ocultamiento en los barrios pobres es proporcionado en un reporte de 1988 por el New York City Housing Authority (NYCHA), donde calcula que en las localidades vivía un 20% más de personas que las reportadas oficialmente en las nóminas oficiales. La Housing Authority arribaron a esta “estimación de superpoblación” por cruzar y tabular las estadísticas del Welfare Department y el Board of Education con el incremento del gastos en el mantenimiento de sus departamentos.[13] En las cuadras que inmediatamente rodean a mi departamento, una vaga idea de cuántos hombres no fueron censados es provisto por el desequilibro entre hombres y mujeres mayores de 16 años de edad: 3647 contra 4626. En otras palabras, si uno supone una proporción igual de hombres a mujeres, 979 hombres o el 27% de ese número contado no estaban incluidos. En la ciudad de New York como totalidad, un 18% más de hombres mayores de 16 años de edad hubieran sido necesarios para que hubiese un perfecto equilibrio entre hombres y mujeres adultos. Usando esta misma medición de hombres y mujeres, en El Barrio como una totalidad, el 36% de todos los hombres estaban “perdidos”.

La dificultad para estimar el tamaño de la economía paralela –sin mencionar el tráfico de drogas- es más complicado.[14] Por definición, en el Census Bureau no existen datos sobre el tema. Porque las viviendas familiares son menos pasados por alto por el Census que los individuos en los entornos urbanos, una medida posible para el tamaño de la economía paralela es el número de viviendas familiares que declaran “falta de salario o ingresos salariales.” Esto provee sólo la más bruta comparación para el tamaño de la economía paralela en los diferentes vecindarios porque alguna viviendas sobreviven exclusivamente de la jubilación o estrictamente de las rentas legales de los autónomos. Además, estos números representativos miden inclusive el tráfico de drogas de forma más sutil ya que muchas, quizás la mayoría, de estas viviendas que cuentan con la economía “en negro” como ingresos suplementarios, trabajan en labores legales y evitan las drogas. Inversamente, muchas personas involucradas en la economía paralela también trabajan en empleos legalmente declarados. Sin embargo, uno tiene que suponer que una alta proporción de las viviendas familiares sin salarios o ingresos salariales cuentan, probablemente, con alguna combinación de ingresos no declarados o no pagan los impuestos para poder seguir subsistiendo; y que el tráfico de drogas representa una importante fuente de estos ingresos suplementarios. En cualquier caso, de acuerdo a las estadísticas oficiales del Census Bureau, el 40% de todas las viviendas familiares en El Barrio como una totalidad, recibieron salarios o ingresos ilegales no declarados, comparado al 26% de la ciudad de New York como una totalidad. Las cuadras que rodeaban inmediatamente a mi departamento estaban, probablemente, envueltas un poco más en la economía paralela, con sólo el 46% de 3995 viviendas familiares reportando un salario o ingresos salariales. El porcentaje de viviendas que reciben asistencia pública es otro útil número para medir el tamaño relativo de la economía paralela, ya que ninguna vivienda puede sobrevivir únicamente de la asistencia social y cualquier ingreso legal reportado por una vivienda que recibe asistencia pública es descontado de su cheque quincenal de la asistencia social y de sus estampillas de comida mensual. En las cuadras que rodean a mi apartamento, el 42% de todas las viviendas familiares recibían asistencia pública comparado al 34% de East Harlem como una totalidad y el 13% de todas las casas de familia en la ciudad de New York.[15]

Cuadro 1. Indicadores Sociales Comparativos por Vecindario del Censo de 1990.

Pob. Total

%Portorriqueños

%Africanos-Americanos

%Residentes por debajo de la línea de la pobreza

%Viviendas familiares recibiendo asistencia social

%viviendas familiares sin salario o ingresos salariales

%mujeres >16 empleadas

%hombres >16 empleados

%hombres >16 perdidos para el equilibrio # de mujeres >16

Casa de crack micro-vecindario

11,599

56

33

49

42

46

28

53

27

East Harlem

110,599

52

39

40

34

40

35

48

36

Ciudad de New York

7,322,564

12

25

19

13

26

49

64

18

Fuentes: New York City Department of City Planning, Population Division 1992 ( 26 de Agosto); New York City Department of City Planning 1993 (Marzo); New York City Department of City Planning 1993 (Diciembre); 1990 Census of Population and Housing Block Statistics.

Cultura Callejera: Resistencia y Autodestrucción

La angustia de crecer pobre en la ciudad más rica del mundo, es agravada por el asalto cultural que los jóvenes de El Barrio, a menudo, enfrentan cuando se aventuran fuera de sus vecindarios. Esto ha producido lo que se llama “cultura callejera de los barrios pobres”: una compleja y conflictiva red de creencias, símbolos, modos de interacción, valores e ideologías que han emergido en oposición a la exclusión de las principales corrientes de la sociedad. La cultura callejera ofrece un foro alternativo para la dignidad autónoma personal. En el caso particular de los Estados Unidos, la concentración de las poblaciones socialmente marginadas, política y ecológicamente aisladas en enclaves de barrios pobres, ha fomentado una creatividad cultural especialmente explosiva creativa que desafía a la marginalización racial y económica. Esta “cultura callejera de resistencia” no es un universo coherente, consciente de oposición política, sino más bien, una puesta espontánea de prácticas rebeldes que a la larga han emergido como un estilo de oposición. Irónicamente, las principales corrientes de la sociedad a través de la moda, la música, las películas y la televisión, toman eventualmente y comercializan muchos de estos estilos callejeros de oposición, reciclándolos como cultura pop.[16] De hecho, algunas de las expresiones lingüísticas más básicas para la autoestima en la clase media americana, como estar “cool”, “square” o “hip”[17], fueron acuñadas de los barrios pobres.

El suministro para el uso y abuso de sustancias provee la base material para la cultura callejera contemporánea, haciéndola incluso poderosamente más atrayente que la de las generaciones anteriores. La empresa ilegal, no obstante, embrolla a la mayoría de los participantes a estilos de vida de violencia, de abuso de sustancias y a una ira internalizada. Contradictoriamente, por esta razón, la cultura callejera de resistencia se basa en la destrucción de sus participantes y de la comunidad que los acoge. En otras palabras, aunque la cultura callejera emerge de una búsqueda personal por la dignidad y rechazo por el racismo y la subyugación, últimamente ésta deviene en un agente activo para la degradación personal y ruina de la comunidad.

Como ya se ha señalado, es imposible calcular con alguna exactitud qué proporción de la población está envuelta en la economía paralela y evasora de impuestos. Incluso, es más difícil adivinar el número de personas que usan o venden drogas. La mayoría de los residentes de El Barrio no tienen nada que ver con las drogas.[18] El problema, sin embargo, es que los observantes de la ley han perdido el control del espacio público. Sin hacer caso a sus números absolutos, o proporciones relativas; los trabajadores asiduos, libres de drogas residentes de Harlem, han sido empujados a la defensiva. La mayoría de ellos viven con miedo o incluso con desprecio hacia su vecindario. Madres y padres preocupados, mantienen a sus hijos encerrados dentro de sus departamentos en determinados intentos de mantener fuera a la cultura callejera. Ellos esperan algún día poder mudarse fuera del vecindario.

Los traficantes de drogas en este libro, por consiguiente, representan sólo una pequeña minoría de los residentes en East Harlem, pero ellos han logrado fijar el tono de la vida pública. Ellos fuerzan a los residentes locales, especialmente mujeres y ancianos, a temer ser asaltados o robados. La imagen de las congregaciones de adictos demacrados en las esquinas de las calles provoca lástima, tristeza e ira entre la mayoría de los residentes que no se drogan en East Harlem. Lo más importante, es que en un día normal, los traficantes callejeros de drogas ofrecen un persuasivo, aunque violento y autodestructivo, estilo de vida alternativo a los jóvenes creciendo alrededor de ellos.

No importa cuán marginal ellos puedan ser en números absolutos, las personas que están tallando la hegemonía en la calles de los barrios pobres no pueden ser ignorados, ellos necesitan ser comprendidos. Por esta razón, yo elegí a los adictos, ladrones, y traficantes para que sean mis mejores amigos y conocidos durante los años que viví en El Barrio. Lo patético de los barrios pobres en los Estados Unidos es manifestado de forma más clara en el interior del mundo del tráfico callejero. Para borrar el cliché, “en lo extraordinario podemos ver lo ordinario”. El extremo –quizás caricaturesco- responde a la pobreza y a la segregación que los traficantes y adictos en este libro representan, poder dar un atisbo en los procesos que pueden ser experimentados de una forma u otra por los mayores sectores de cualquier población vulnerable, experimentando un rápido cambio estructural en un contexto de opresión política e ideológica. No hay nada excepcional sobre la experiencia en New York de los portorriqueños, excepto que el costo humano de inmigración y pobreza se ha tornado claramente más visible por la extensión y rapidez con que los Estados Unidos colonizó y desarticuló la economía y política de Puerto Rico. Por el contrario, si algo es extraordinario sobre la experiencia de los portorriqueños, es que las formas culturales portorriqueñas continúan expandiéndose y reinventándose en las vidas de los inmigrantes de la segunda y tercera generación, alrededor de un consistente tema de dignidad y autonomía. Por cierto, algunos académicos portorriqueños se refieren a esto como la “mentalidad oposicional” de Puerto Rico, forjada en el rostro de una larga dominación colonial.[19]

Métodos Etnográficos y Estereotipos Negativos

Cualquier examinación detallada sobre marginalización social encuentra serios problemas con las políticas de representación, especialmente en los Estados Unidos donde las discusiones sobre la pobreza tienden a polarizarse inmediatamente alrededor de la raza y el valor personal. Me preocupa, en consecuencia, que las historias de vida y eventos presentados en este libro sean malinterpretadas como estereotipos negativos de los portorriqueños, o como un retrato hostil de los pobres. He luchado sobre estos temas por varios años porque coincido con esos científicos sociales que critican las narrativas que presentan un tono de inferioridad, que han predominado en gran parte de la literatura académica popular sobre la pobreza en los Estados Unidos.[20] No obstante, al mismo tiempo, contrariando a los prejuicios moralistas tradicionales y la hostilidad de la clase media hacia los pobres, no debería influir en el costo de sanar el sufrimiento y destrucción que existe en las calles de los barrios pobres. Por esta razón de un miedo o justo o “políticamente sensible”, de dar a los pobres una mala imagen, me niego a ignorar o minimizar la miseria social que atestigüé, porque ello me haría cómplice de la opresión.[21]

En consecuencia, este libro enfrenta las contradicciones de las políticas de representación de la marginalización social en los Estados Unidos, presentando eventos brutales, no censurados como yo los experimenté o como estos me fueron narrados por los mismos perpetradores. En el proceso, he intentado construir una crítica alternativa y comprensiva de los barrios pobres de los Estados Unidos, organizando mis argumentos centrales, y presentando las vidas y las conversaciones de los traficantes de crack, de una manera que enfatiza la interfase entre la opresión estructural y la acción individual. Construyendo sobre el marco analítico de la teoría de la producción cultural y tomando del feminismo, espero restaurar la agencia de la cultura, la autonomía de los individuos, y la centralidad del género y la esfera doméstica para una comprensión política económica de la experiencia de la persistente pobreza y marginalización social en los sectores urbanos estadounidenses.

Como ya he señalado, las tradicionales técnicas de investigación de las ciencias sociales que se basan en las estadísticas del Census Bureau que observan a una muestra aleatoria de una encuesta de un vecindario, no pueden acceder con ningún grado de exactitud a las personas que sobreviven en la economía paralela –y mucho menos aquellos que venden o consumen drogas ilegales. Por definición, los individuos que han sido social, económica, y culturalmente marginados han tenido con las principales corrientes de la sociedad, relaciones negativas de larga data. La mayoría de los drogadictos o traficantes desconfían de los representantes de las principales corrientes de la sociedad y no revelarán sus íntimas experiencias sobre el abuso de sustancias o la empresa criminal, a un extraño en una encuesta, no importa cuán sensible o amistoso sea el entrevistador. En consecuencia, la mayoría de los criminólogos y sociólogos que emprenden cuidadosamente observaciones epidemiológicas sobre el crimen y el abusos de sustancias, recogen fabricaciones. De hecho, uno no tiene que ser un traficante de drogas o un drogadicto para esconder los detalles de sus actividades ilegales. Incluso, ciudadanos “honestos”, por ejemplo, regularmente se comprometen en prácticas de la economía paralela cuando manipulan sus deducciones en los formularios impositivos. En pocas palabras, ¿cómo podemos esperar de alguien cuya especialización es robar a personas mayores, que nos provea datos exactos sobre sus estrategias para generar ingresos?

Las técnicas de observación participante etnográficas desarrolladas primeramente por los antropólogos culturales desde los años ‘20 son más apropiadas que los métodos exclusivamente cuantitativos que documentan la vida de las personas que viven en los márgenes de la sociedad que les es hostil. Solamente entablando relaciones de larga data, basadas en la confianza, uno puede comenzar a cuestionar preguntas personales provocativas, y esperar respuestas pensadas y serias. Los etnógrafos usualmente viven en las comunidades que ellos estudian, y entablan relaciones orgánicas de larga data con las personas sobre las cuales los etnógrafos escriben En otras palabras, para poder recolectar “datos acertados”, los etnógrafos violan los cánones de la investigación positivista; nosotros devenimos íntimamente involucrados con las personas que estudiamos.

Con este objetivo en mente, pasé cientos de noches en las calles y en las casas de crack, observando a traficantes y adictos. Regularmente grababa en cassette sus conversaciones e historias de vida. Quizás más importante, también visitaba a sus familias yendo a fiestas y reuniones íntimas –desde cenas de Día de Gracias hasta celebraciones de Año Nuevo. Entrevisté, y en muchos casos me hice amigo de esposas, amantes, hermanos, madres, abuelas, y –cuando era posible- de los padres y padrastros de los traficantes de crack presentados en estas páginas. También pasé tiempo en la comunidad más amplia, entrevistando a los políticos y yendo a las reuniones institucionales.

La explosión de la teoría posmoderna en la antropología en los ‘80s y ‘90s ha criticado el mito de la autoridad etnográfica y ha denunciado la política jerárquica de representación que es inherente a los intentos antropológicos. La autoconciencia reflexiva, llamada así por los posmodernos, fue especialmente necesaria y útil en mi caso: yo era un forastero de la clase, etnicidad y género dominante de la gran sociedad, que estaba intentando estudiar la experiencia de la pobreza entre los portorriqueños de los barrios pobres. Una vez más, mis preocupaciones sobre estos complicados temas están expresados en mi contextualización y edición de las conversaciones grabadas en cassette en las casas de crack. De hecho, están reflejadas en la estructura misma del libro.

Al editar miles de páginas de transcripciones, comencé a apreciar el cliché deconstruccionista de “cultura como texto”. También devine agudamente consciente de la naturaleza contradictoria y colaboradora de mi estrategia de investigación. Aunque la calidad literaria y fuerza emocional de este libro depende enteramente de las palabras claras de los principales personajes, yo siempre tuve la última palabra en cómo -y si- serían expresadas en el producto final.[22]

Habiendo levantado el fantasma de las críticas teóricas posestructurales, debo expresar mi consternación hacia las tendencias profundamente elitistas de muchos acercamientos posmodernos. Las “políticas” deconstruccionistas usualmente se limitan a cerrados y herméticos discursos académicos sobre la “poética” de la interacción social, o en clichés dedicados a explorar las relaciones entre uno y el otro. Aunque los etnógrafos posmodernos generalmente claman ser subversivos, sus contestaciones de autoridad se focalizan en críticas hiperliterarias de forma, a través de vocabularios evocativos, sintaxis “graciosas” y voces polifónicas, más que dedicarse sobre las tangibles luchas diarias. Los debates posmodernos excitan a intelectuales alienados y suburbanizados; ellos están completamente fuera de contacto con las urgentes crisis sociales de los desempleados en los barrios pobres. La autorreflexión académica a menudo degenera en celebraciones narcisistas de privilegio. Más importante, no obstante, el deconstruccionismo radical hace imposible categorizar o priorizar experiencias de injusticia u opresión. Esto niega sutilmente la experiencia real y personal misma del dolor y sufrimiento que es impuesto social y estructuralmente a través de la raza, la clase, el género y la sexualidad, y otras categorías guiadas por el poder.

Independientemente de la lucha interna sobre la lástima teórica entre los intelectuales académicos, las únicas miradas proporcionadas en el nivel metodológico por la técnica de observación participante de la antropología cultural, están adicionalmente más cargadas con tensiones analíticas y políticas fundamentales. Históricamente, los etnógrafos han evitado abordar temas tabú como la violencia personal, el abuso sexual, la adicción, la alineación y la autodestrucción. Parte del problema está enraizado en el paradigma funcionalista antropológico, que impone orden y comunidad a los participantes en la investigación. Además, la logística metodológica de la observación participante requiere que los investigadores estén físicamente presentes y personalmente involucrados. Esto los estimula a pasar por alto las dinámicas negativas porque necesitan comprometerse con empatía con las personas que estudian y además, deben obtener su permiso para vivir con ellos. Esto conduce a una autocensura inconsciente que moldea el lugar y los participantes de la investigación que los antropólogos deciden estudiar. Es más fácil obtener el “consentimiento declarado” de los individuos sobre los que uno está escribiendo si uno está tratando temas relativamente inofensivos y “curiosos”. Finalmente, en un nivel más personal, entornos extremos llenos de tragedia humana, como las calles de East Harlem, son psicológicamente abrumantes y pueden llegar a ser físicamente peligrosas.

La obsesión antropológica con el “otro exótico” ha desalentado a los antropólogos a estudiar sus propias sociedades y los pone en el riesgo de hacer parecer exótico lo que encuentren cuando estudian cerca de sus hogares; por eso, en este trabajo fui conmigo conscientemente prudente de no hacer una celebración voyerista de los traficantes callejeros y de la cultura callejera en los barrios pobres. La escasez de investigaciones etnográficas sobre la devastadora pobreza urbana, especialmente en los ‘70s y ‘80s, está también relacionada al miedo –antes señalado- de sucumbir en una pornografía de la violencia que refuerza los estereotipos populares racistas. La mayoría de los etnógrafos ofrecen lecturas compasivas de la cultura o las personas que estudian. Por cierto, esto es encerrado como el principio antropológico fundamental del relativismo cultural: Las culturas nunca son buenas o malas; simplemente tienen su lógica interna. De hecho, sin embargo, el sufrimiento es generalmente odioso; es un solvente de la integridad humana, y los etnógrafos nunca quieren hacer quedar feos a las personas que estudian. Este imperativo de sanar lo vulnerable es particularmente fuerte en los Estados Unidos, donde las teorías de la supervivencia-del-más-apto y la de culpar-a-la-víctima de la acción individual constituyen un “sentido común” popular. El resultado, como ya he señalado, es que las presentaciones etnográficas sobre la marginalización social están casi garantizadas de ser malinterpretadas a través de los lentes imperdonables y conservadores por público general. Esto ha limitado seriamente la habilidad de los intelectuales para debatir temas sobre la pobreza, discriminación racial, e inmigración. Ellos están traumatizados por la obsesión del público general con el valor personal y el determinismo racial.

En los Estados Unidos hay pocos matices en el entendimiento popular sobre las relaciones entre las tensiones estructurales sociales y el fracaso individual. Como resultado, los intelectuales se han retirado de la batalla e irreflexivamente se han aferrado a representaciones positivas de los oprimidos, de aquellos que han sido pobres o vivían entre los pobres, saben que estas representaciones son completamente irrealistas. Por cierto, he notado esto cuando presentaba en el entorno académico, los argumentos principales de este libro. Los colegas progresistas y frecuentemente nacionalistas culturales –quienes casi siempre son de la clase media- a menudo parecen incapaces de escuchar los argumentos que hago. En cambio, algunos reaccionan de forma encolerizada ante las imágenes superficiales sacadas de contexto. Es como si estuvieran aterrados al potencial de las “connotaciones negativas” que se sienten obligados a suprimir los mensajes complejos y desagradables antes que incluso escucharlos. Irónicamente, muchas de sus críticas, en estos entornos académicos, encarnan dimensiones centrales de lo que yo precisamente estoy tratando de señalar en estas páginas sobre la experiencia individual de la opresión social estructural.

Criticando la Cultura de la Pobreza

El Barrio y la experiencia portorriqueña en los Estados Unidos ha generado una desproporcionadamente vasta literatura. Los portorriqueños han sido llamados “las personas más investigadas pero las menos comprendidas en los Estados Unidos.”[23] El último trabajo etnográfico grande en El Barrio que recibió atención nacional fue La Vida de Oscar Lewis a mediados de los ‘60s, e ilustra perfectamente los problemas inherentes al método etnográfico y más específicamente a los estudios de casos de historias de vida. De hecho, La Vida así como también el informe sobre la familia Negro de Daniel Patrick Moynihan en 1965, son frecuentemente citados como los estudios que espantaron a toda una generación de científicos sociales de estudiar los barrios pobres.[24] Lewis recogió miles de páginas con narraciones de historias de vida de una familia portorriqueña grande, en la cual la mayoría de las mujeres estaban involucradas en la prostitución. La teoría de la “cultura de la pobreza” que él desarrolló de estos –y otros- datos etnográficos de México, se focalizan casi exclusivamente en la patología de la transmisión intergeneracional de valores y comportamientos destructivos entre los individuos dentro de las familias. El acercamiento de Lewis está enraizado en la cultura freudiana y el paradigma de la personalidad que dominó a la antropología en los ‘50s. Falla en no hacer notar como la historia, la cultura, y las estructuras político-económicas limitan las vidas de los individuos. Con la ventaja de una perspectiva de treinta, es fácil criticar a Lewis su muy simplista marco teórico. La explotación de clase, la discriminación racial y, por supuesto, la opresión sexista, como también las sutilezas de los significados culturales contextualizados, no están tratados por Lewis en sus descripciones psicológicamente reduccionistas de los desesperadamente pobres inmigrantes portorriqueños. Sin embargo, a pesar de su falta de rigor académico, el libro de Lewis escrito imponentemente sobre la vida cotidiana en El Barrio y las villas miserias de Puerto Rico, fue un best seller en los Estados Unidos donde resonó con las nociones de la ética del trabajo Protestantes que promueven el duro individualismo y responsabilidad personal. A pesar del intento político progresista del autor y su personal simpatía por los marginados socialmente, las críticas interpretan su libro como la confirmación de un profundo desprecio hacia los pobres “de poco valor” que permea la ideología norteamericana.

No es ningún accidente que haya sido un antropólogo quien haya acuñado el concepto de cultura de la pobreza y se haya focalizado en la recolección de datos sobre el comportamiento individual. El simple hecho práctico de la metodología de la disciplina –observación participante- da el acceso para poder documentar con detalles minuciosos las acciones individuales. Las estructuras de poder y la historia, no pueden ser ni tocadas ni habladas. Específicamente, en el contexto portorriqueño en la ciudad de New York, la autodestructiva vida cotidiana de aquellos que están sobreviviendo en las calles necesita ser contextualizada en la historia particular de las hostiles relaciones raciales y la dislocación estructural económica que ellos han enfrentado. Enredados en lo que pareciera ser un remolino de sufrimiento durante mi investigación etnográfica, a menudo fue difícil para mí ver las relaciones más abarcativas que estructuran la mezcla caótica de interacción humana todo a mi alrededor. En el calor de la vida cotidiana en las calles de El Barrio, frecuentemente experimenté un confuso enojo con las víctimas, los victimarios, y la rica sociedad industrializada que genera un amplio e innecesariamente gran costo de sufrimiento humano. Por ejemplo, cuando confronté a una amiga embarazada fumando frenéticamente crack –y la posibilidad de condenar a su futuro bebé a una vida de emociones destrozadas y un cerebro dañado- no me hizo ningún bien recordar la historia de opresión y humillación colonial de su población, o contextualizar su posición en la cambiante economía de New York. Vivir en el infierno de los que Estados Unidos llama sus “clases subalternas”, yo, como los vecinos que me rodean, y como las mismas adictas embarazadas al crack, culpan a menudo a la víctima.

El análisis político económico no es una panacea para compensar por las interpretaciones juiciosas, individualistas, racistas, u otras sobre la marginalización social. De hecho, un enfoque a las estructuras, a menudo, oscurece el hecho de que los humanos son agentes activos de su propia historia, antes que víctimas pasivas. El método etnográfico permite a los “peones” de fuerzas estructurales más amplias emerger como verdaderos seres humanos que moldean sus propios futuros. No obstante, a menudo me di cuenta que estaba recurriendo a una rígida perspectiva estructuralista para evadir los dolorosos detalles en cómo las verdaderas personas se lastiman a sí mismos y a sus queridos, en sus luchas por sobrevivir en la vida cotidiana. Nuevamente, este problema analítico y político puede ser entendido dentro del contexto del debate teórico sobre estructura versus agencia, esto es, la relación entre la responsabilidad individual y los límites sociales estructurales. Las percepciones desde la teoría de la producción cultural –específicamente, la noción de que la resistencia a la marginalización social de la cultura callejera es la contradictoria llave a sus ímpetus destructivos- es útil para evadir las interpretaciones reduccionistas estructuralistas. A través de las prácticas culturales de oposición, los individuos moldean la opresión que las fuerzas más grandes imponen sobre ellos.[25]

La dificultad de poder relacionar la acción individual con la economía política, junto con la timidez motivada política y personalmente de los etnógrafos en los Estados Unidos a través de los ‘70s y ‘80s, ha ofuscado nuestro entendimiento sobre los mecanismos y experiencias de la opresión. No puedo resolver el debate de estructura versus agencia, ni tampoco confiadamente mitigar mi miedo justo de que lectores hostiles malinterpreten mi etnografía como “dar al pobre un mal nombre”. No obstante, siento imperativo desde una perspectiva personal y ética, como también desde una analítica y teórica, exponer los horrores que atestigüé entre las personas que conocí, sin censurar incluso hasta el más sangriento detalle.[26] La profundidad y abrumador dolor, y terror de la experiencia de la pobreza y del racismo en los Estados Unidos necesita ser abiertamente hablado y directamente confrontado, aunque nos haga sentir incómodos. He documentado una serie de estrategias que los pobres urbanos inventan para escapar o impedir las estructuras de segregación y marginalización que los atrapa, incluyendo aquellas estrategias que resultan en un sufrimiento autoinfligido. He escrito esto con el deseo que “los escritos antropológicos pueden ser un sitio de resistencia”, y con la convicción de que los científicos sociales deben, y pueden “enfrentar el poder”.[27] Y al mismo tiempo, como ya he señalado, continúo preocupándome sobre las repercusiones políticas, por exponer en detalles minuciosos la vida de los pobres e indefensos al público general. Bajo el microscopio etnográfico, todos tienen verrugas y cualquiera puede ser hecho para parecer un monstruo. Además, como la antropóloga Laura Nader concisamente afirmó a principios de los ‘70s, “No estudies a los pobres y a los indefensos porque todo lo que digas sobre ellos, será usado en su contra.”[28] Yo no sé si es posible para mí presentar una historia de mis tres años y medio como residente en El Barrio, sin caer en una pornografía de la violencia, o en un racismo voyerista –al final, el problema y la responsabilidad está también en los ojos del espectador.



[1] Traducción a cargo: Pilar Fernández

[2] En New York, el término “barrio” no es usado genéricamente para delinear a un vecindario Latino de clase obrera como es usado en el Oeste o Sudoeste de los Estados Unidos. El Barrio en la ciudad de New York se refiere específicamente a East Harlem.

[3] El crack es procesado desde la cocaína en polvo (cocaína clorhídrica), disolviendo la cocaína en agua caliente, agregando el bicarbonato de sodio, y dejando la confección enfriar en una píldora dura y fumable que se quema uniformemente, haciendo un “crujiente” sonido cuando se le aplica sobre la misma una llama. En la ciudad de New York, el crack es fumado en cilindros de vidrio de 5 pulgadas de largo, con una circunferencia de alrededor de 1 pulgada, conocidos como “troncos”. Estas distintivas pipas son vendidas a escondidas por un dólar en los almacenes de las esquinas. El crack es puesto en una arrugada tela metálica que es empujado alrededor de una pulgada hacia adentro de uno de los extremos del tronco, el cual es inclinado hacia arriba. Inmediatamente después de la inhalación, el crack provee una intensa, minuto- y- medio “euforia” comparable -pero supuestamente superior- al de la obtenida por inyectarse una solución de cocaína en polvo directamente en una vena principal. Los adictos de drogas pesadas son capaces de parrandear con crack sin parar, sin comida y sin dormir para “misiones” que pueden durar varios días y noches (Williams, 1992). Similarmente, los inyectores de cocaína son capaces de “inyectarse” docenas de veces en una sola sesión, convirtiendo sus cuerpos en porciones de pinchazos de agujas, sangrientos y magullados.

[4] El crimen violento (asesinato, violación, y asalto-y-robo) creció un 41% en el precinto policial (#25) de mi vecindario entre 1984 y 1988. En Manhattan, solamente Hell’s Kitchen (alrededor de Times Square en la Calle 42), y ocasionalmente Washington Heights, tenían tasas más altas de crimen violento que East Harlem. (New York Daily News, 23 de enero de 1989, 18)

[5] Ver New York Times, 8 de agosto de 1993: A1, A18. En 1991, poco antes de que dejara la ciudad de New York, dos de los sitios de crack que estudié se convirtieron en esquinas acaparadas por vendedores de heroína. El precio callejero estándar de la heroína era $10 para un 1.5 por 0.75 pulgadas de papel cristal, un sobre de estilo correo postal conteniendo una pizca de polvo blanco semejante al azúcar confeccionada. En 1994, una compañía de heroína en El Barrio descontó su producto a $5 por paquete y virtualmente todos ellos aumentaron la pureza de su heroína. La transición a mediados de los ‘90s por vender cocaína crack a heroína tuvo pocas implicancias organizacionales para la economía paralela. Ello meramente representó un cambio de vender una lucrativa sustancia ilegal por vender otra.

[6] Calculé los números de pobreza para mi microvecindario combinando dos censos regionales en el Census of Population and Housing de 1990. También usé los números del New York City Department of City Planning, 1993 (Marzo).

[7] En 1989 en El Barrio, aproximadamente el 37% de todos los residentes, recibía alguna combinación de asistencia pública, ingreso del Supplemental Social Security, y beneficios de Medicaid (New York City Deparment of City Planning, 1990 {Septiembre}: 221, y New York City Department of City Planning, 1993 {Marzo})

[8] Los dramáticos auges en los últimos años de los ‘80s y ‘90s de la producción de coca en Sudamérica y del opio en Asia, testifican la explosiva expansión de la economía del narcotráfico internacional (cf. Renesselaer W. Lee III 1991; New York Times, 8 de agosto de 1993: A1, A18).

[9] Polvo de ángel, conocido como PCP o “zootie”, es un tranquilizador para animales que es esparcido sobre hojas de menta las cuales luego, son fumadas. Polvo de ángel fue la droga plaga a mediados de los ‘70s, y continúa teniendo una limitada popularidad en El Barrio.

[10] La tasa oficial de desempleo en la ciudad de New York era del 10% para los hombres y el 5.7% para las mujeres (Department of City Planning, Marzo de 1993). Según el New York Times, de todas las grandes ciudades de los Estados Unidos, sólo Detroit tenía una tasa de fuerza laboral participante más baja que en la ciudad de New York. De la población activa de la ciudad de New York, el 55% estaban empleados en 1994, comparado con el 66% a nivel nacional (New York Times, 18 de febrero de 1994: A1 a A12).

[11] Muchas de las mujeres que estaban fuera de la fuerza laboral, por supuesto, cuidaban a niños, y algunas estaban estudiando.

Estadísticas calculadas del: Census of Population and Housing desagregado por región en 1990; Census of Economic Development Indicators desagregado por región en 1990; y New York City Department of City Planning, marzo de 1993.

[12] Cf. Bourgois, 1990; y Robinson y Passel, 1987.

[13] Conversación con Kevin Kearny, Asistente Director de Investigación, NYCHA; ver también New York City Housing Authority, Department of Research y Policy Development en 1988.

[14] Starobin, 1994.

[15] Economic Development Indicators, 1990 Census, desagregado por censos regionales. Ver Edin, 1991 para la discusión de las estrategias para suplementar los ingresos de la asistencia pública en Chicago.

[16] El jazz es un buen ejemplo de una forma cultural creada por la segregada cultura callejera pero consecuentemente apropiada por la cultura intelectual.

[17] N. d. t: estos términos pueden interpretarse como copado, siome y en onda.

[18] Un indicador simbólico de la presencia de una población con “orientación de las principales corrientes”, inclusive en las esquinas más activas y acaparadas por las drogas en East Harlem, es que a lo largo de todo el auge de la epidemia de crack, los almacenes de los Palestinos en la Calle 110 y Lexington vendieron 120 copias de las ediciones dominicales del New York Times.

[19] Rodriguez, 1995.

[20] Benmayor, Torruelas, y Juarbe, 1992; Katz, 1986; Rainwater, 1994; Stansell, 1987; y Ward, 1989.

[21] Como señala la antropóloga Nancy Scheper-Hughes (1992: 172) en su etnografía de las fabelas de Brasil:

Para los antropólogos negar, porque implica una posición privilegiada (i.e., el poder de un forastero nombrar lo que es un mal o un daño) y porque no es lindo, la extensión en que las personas dominadas vienen a jugar el rol… de sus propios verdugos es para colaborar con las relaciones de poder y silencio que permite que la destrucción continúe.

[22] Ver Behar, 1993; Portelli, 1991; Rosaldo, 1980. Las grabaciones en cassette son siempre difíciles de editar, especialmente cuando son del idioma callejero donde la gramática y el vocabulario difieren de las principales corrientes académicas. Uno de mis grandes problemas para editar, sin embargo, era la imposibilidad de traducir en palabras la dimensión performativa del habla callejero. Sin la complejidad, la puntualización estilizada provista por el lenguaje corporal, la expresión facial, y la entonación, muchas de las narrativas transcriptas de los traficantes de crack, aparecen chatas, y algunas veces inclusive desarticuladas, en la página escrita. Como consecuencia, frecuentemente omití las redundancias, los párrafos colgados, los pensamientos incompletos, e incluso, algunas veces pasajes enteros para poder recobrar claro –a menudo poético- que el mismo pasaje transmitía en su versión oral original. Para aclarar significados, algunas veces agregué palabras, e incluso sujetos y verbos a las oraciones incompletas. También combiné ocasionalmente conversaciones de los mismos eventos, o de los mismos temas, para hacerlos aparecer como que han ocurrido durante una misma sesión dentro del texto, aunque algunos de ellos tuvieron lugar en un período de varios meses o varios años. En pocas y raras, con respecto a personajes menores en el libro, uní a más de un personaje para abreviar.Habiendo dicho todo esto, traté lo más que pude por mantener la forma gramatical, el vocabulario expresivo, y las formas Españolas transliteradas que componen el rico lenguaje de los portorriqueños nacidos en New York que participan en la cultura callejera de El Barrio. Más importante, espero haber respetado su mensaje. Nuestras conversaciones generalmente eran en Inglés con palabras en Español ocasionalmente interceptadas como una manera de afirmar la identidad portorriqueña. Siempre que una conversación, o una porción de la oración era en Español, yo señalaba ese hecho en el texto.

[23] Rodriguez, 1995; citando G. Lewis, 1963.

[24] Harvey, 1993; Katz, 1986; O. Lewis, 1966; Moynihan, 1965; Rainwater y Yancey, 1967; Wilson, 1987.

[25] Para nombrar sólo unos pocos ejemplos de teóricos de la producción cultural y etnógrafos críticos de la educación, ver Bourdieu, 1980; Devine, 1996; Foley, 1990; Fordham, 1988; Gibson y Ogbu, 1991; MacLeod, 1987; Willis, 1977.

[26] De hecho, sí excluí un número de conversaciones y observaciones que pensé que proyectaban, fuera de contexto, un retrato demasiado negativo de los traficantes de crack y sus familias. Muchas de mis “censuras” ocurrieron alrededor de las descripciones de las actividades sexuales. En muchos los casos, sentí que los pasajes podrían llegar a ser considerados como pornografía pura. También quise evadir la excesiva invasión de privacidad de los personajes principales del libro, y discutí estos temas largamente con todos ellos. Una sola persona me preguntó si podía borrar un material del epílogo, el cual, por supuesto, borré. Los problemas de selección, edición, y censura tienen tremendas ramificaciones políticas, éticas y personales que los etnógrafos deben continuamente enfrentar, sin ser nunca confiados que los resuelven.

[27] Scheper-Hughes, 1992: 25; Wolf, 1990.

[28] Nader, 1972.

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