domingo, 8 de noviembre de 2009

La antropología al banquillo: ¿alteridad o diferencia?

La antropología al banquillo: ¿alteridad o diferencia?
por Jean Bazin

Puesto que se nos ha invitado a poner en duda los saberes establecidos («¿Existen todavía las ciencias humanas?»), quisiera que la denominación de «antropología» provocara de entrada una cierta perplejidad, incluso una ligera sospecha.
Después de todo, lo que nosotros hacemos, engalanados con el título de «antropólogos», son estudios de caso: somos especialistas en una tribu tuareg, en un valle kanak, en un mercado de Provenza, en un reino africano o en un suburbio metropolitano. ¿Esto hace de nosotros «expertos en seres humanos»? ¿O hará falta renunciar a tomar el término a la medida de la pretensión de su etimología griega? Para justificar este apelativo, invocamos la existencia de un edificio disciplinario de varios niveles, cuya planta baja etnográfica tiene pisos superiores más y más sintéticos (la etnología, la antropología social). Pero esto es sólo una maqueta escolar para uso académico.
Más vale afrontar resueltamente la paradoja. Con base en nuestra experiencia (eso que sucede a nuestro alrededor y que nos sucede en un momento dado en algún sitio), producimos descripciones: si existe la «antropología», son las descripciones mismas las que son antropológicas; o bien ellas no lo son, ellas no llegan a serlo y el título es una usurpación. Pero si ellas lo son, es que ellas apuntan al hombre, que de alguna manera ellas nos lo muestran: una cierta generalización, es decir, la consideración del hecho de que se trata del hombre, y por lo tanto también de ustedes y de mí, participando en ello, incluso en nuestro respeto escrupuloso de la singularidad de cada situación.
No hay entonces, como se escucha decir aquí o allá a menudo, de un lado, en la base, la multitud de los apasionados de lo concreto, los reporteros de lo vivido, y de otro lado, en las cumbres sublimes aunque un poco desiertas, un laberinto escabroso de «estructuras» y de «modelos». El problema se plantearía más bien así: como de lo que sucede existe un número indeterminado de descripciones (o de redescripciones) verdaderas posibles, ¿en qué caso es el hombre lo que yo describo? ¿Bajo cuál descripción es de lo humano de lo que yo doy cuenta? Es desde este punto de vista que la antropología me parece estar hoy en día «en el banquillo», es decir, impugnada, amenazada, pero también activa.
Un día de abril de 1969, en un pequeño poblado cerca de Segou (en Mali), se me permitió asistir a un sacrificio. Era la primera fase de una ceremonia compleja que una sociedad cultual denominada Komo realizaba todavía en esa época una vez al año. El sacrificio se hacía temprano en la mañana cerca del poblado, en una suerte de bosque espeso aislado en medio de los campos cultivados. Nos detuvimos primero en la entrada del lugar: allí, el maestro del culto pronunció, o más bien murmuró, una invocación seguida de un primer sacrificio al suelo (una sopa de mijo y un chivo). De una bolsa muy sucia se extrajeron unos objetos oblongos recubiertos de una corteza agrietada de sangre seca (los boli, o «fetiches») –no me atrevo a decir «cachivaches» o «cacharros», lo que empero daría una idea más precisa de su carácter en verdad innombrable. El sacrificador se desnudó casi totalmente, depositó los objetos en una vieja calabaza rota puesta en tierra, luego se puso a degollar encima varios pollos y un perro, teniendo cuidado de empaparlos bien de sangre fresca, humedeciéndolos pacientemente uno tras otro. Mientras tanto, los hombres más jóvenes desplumaban los pollos y despedazaban las carnes con las que se prepararía un vasto plato colectivo consumido más tarde por todos los adeptos. La atmósfera no era de recogimiento. Cada uno se ocupaba de su tarea. Después, se alistaron los instrumentos necesarios para el momento más público (aunque prohibido a las mujeres y a los incircuncisos) de la ceremonia: la danza nocturna de una máscara (hecha de plumas de buitre pegadas a sudarios) cuyo portador, en estado de trance o simulando tal estado, profetiza deformando su voz y en un lenguaje deliberadamente oscuro –transmitiendo un mensaje saturado de sentidos múltiples propuestos a la interpretación de los fieles.
Este pequeño esbozo es sin duda una descripción, el análisis de una manera de actuar, y no un relato. Una ceremonia es un encadenamiento de acciones (de gestos, de palabras...) que obedece a una regla explícita (a veces incluso escrita) –lo que se denomina un ritual, es decir, un conjunto de prescripciones. Pero cada ceremonia es también un acontecimiento singular. Si la ceremonia fuera, por ejemplo, un matrimonio en Francia hoy, podría suponer que ustedes saben –al menos en líneas generales– cómo sucede, y entonces podría contarles el matrimonio de mi primo Paul, enfatizando ciertos incidentes imprevistos que animaron u obstaculizaron el desarrollo de la ceremonia, o bien detallando el carácter de los invitados reunidos para la ocasión. Esto sería una narración, que podría además ser una ficción (pienso en la película de Robert Altman Un matrimonio). Si, por el contrario, tengo que enseñarles cómo uno se casa en Francia, o en algún medio social que no es familiar para ustedes, el matrimonio del primo Paul me serviría como un caso particular que ejemplifica en qué consiste este tipo de ceremonia. Esto es lo que he hecho con la descripción del sacrificio.
¿En qué sentido esta descripción de una ceremonia es eventualmente antropológica? En el supuesto que se trata de una escena de la cual yo he sido espectador, ¿puede decirse que lo que allí se ofrecía a la vista era el hombre? Lo digo en el sentido en que, por ejemplo, un etólogo que observa un hormiguero se familiariza con el comportamiento social propio de la especia «hormiga». En la época clásica, desde Montaigne hasta La Rochefoucauld, se hubiera admitido que cualquier hombre –estas personas ocupadas en su sacrificio tanto como yo mismo en cuanto torno a mirarme– ofrece a la vista «la condición humana». Pero nosotros tenemos dificultades para admitir hoy en día que la forma humana genérica pueda ser directamente apreciada en personas pertenecientes a una sociedad y comprometidas en una historia, tal como podría apreciársela sobre un cadáver anónimo. Durante largo tiempo se llamó «antropología» al estudio anatómico del cuerpo humano: una antropología era un tratado sobre el animal humano. Lo que el anatomista, por ejemplo el famoso Doctor Tulp pintado por Rembrandt, revela a la mirada pública con la punta de su escalpelo en efecto es el hombre. La lección de anatomía –variante erudita de la lección de igualdad en la finitud que es el memento mori– oculta las características individuales o sociales y expone la disposición natural de los órganos. Ecce homo. Pero devuélvasele la vida a esta maquinaria de órganos tendida sobre la mesa: al ser de nuevo Pierre o Paul, carne de patíbulo o burgués de Leyden, ¿el «sujeto» de la lección ofrece todavía a la vista al hombre?
Se entra en la época moderna cuando se descubre que «bajo el nombre pomposo de estudio del hombre, cada cual estudia en realidad a los hombres de su país» . Estos humanos que, según La Bruyère, «el filósofo se pasa la vida observando», no son de hecho sino ejemplares de la variedad europea de la humanidad: por mucho que se hayan hecho exploraciones en todas las partes del mundo, «no conocemos otros hombres que los propios europeos». Antes de finales del siglo XVIII, advierte Foucault, el hombre, en tanto que objeto de las ciencias humanas, no existía. Pero desde que existe, existe en plural. Ya no se trata entonces, para estudiar al hombre, de permanecer confinado en una pequeña provincia notando los defectos de los vecinos o sondeando el propio yo. «Toda la Tierra está cubierta de naciones de las que sólo conocemos los nombres, ¡y nosotros nos atrevemos a juzgar acerca del género humano!» , proclama Rousseau. Y como decididamente «la filosofía no viaja», el Directorio envía valientemente a algunos ciudadanos-observadores a las antípodas luego que la efímera Sociedad de Observadores del Hombre, en su afán de «perfeccionar la antropología», los ha formado previamente no sólo en la medición de cráneos y de fuerzas musculares, sino también a «hacer experimentos en torno a los fenómenos del pensamiento» . Vasto programa del cual Lévi-Strauss ha dicho con razón que era ya «el de la etnología contemporánea» . Fue en esa época en efecto cuando se puso en marcha, sobre el modelo de la anatomía comparada, el proyecto de una observación itinerante sistemática, pacientemente acumulativa e idealmente exhaustiva de lo que en principio se llamó las “naciones humanas”, que luego se llamó las “razas” y que nosotros llamamos hoy en día las “etnias”. En 1788 un oscuro profesor de teología en Lausana publica una antropología o ciencia general del hombre en la cual a la «antropología física» se le añade desde entonces de manera explícita una «etnología» .
Una comunidad étnica es un conjunto de aborígenes, más tarde se dirá de indígenas, que tiene rasgos comunes de comportamiento. Lo que se podría denominar el paradigma etnológico consiste en considerar que no solamente los usos y costumbres varían –cosa que cualquier viajero puede fácilmente constatar al vuelo– sino que hay también numerosas variedades de hombres. Como la variabilidad cultural es una propiedad distintiva de las poblaciones humanas (mientras que las poblaciones animales sólo manifiestan un único comportamiento específico recurrente), la ciencia natural debe, en el caso del hombre, prolongarse en una ciencia de las culturas: «La etnología [...] procura realizar, en el orden de la cultura, la misma labor de descripción, de observación, de clasificación y de interpretación que el zoólogo o el botánico hacen en el orden de la naturaleza. Es en este sentido [...] que podemos decir que la etnología es una ciencia natural o que ella aspira a constituirse de acuerdo con el modelo de las ciencias naturales» .
Para el antropólogo, así redefinido como etnólogo, se trata de poner su granito de arena en el inventario descriptivo y comparativo de los pueblos del mundo, yendo a estudiar –en lo posible sobre el terreno– los nativos de una «nación» distinta a la suya, a fin de poder decir, al regresar, alguna cosa acerca de lo que ellos son: matrilineales, caníbales, polígamos, con marcas en la piel, temerosos… A la imagen de la comunidad de estudiosos inclinada sobre el cadáver disecado de un hombre (o a la de Descartes desmontando, después de la del cuerpo, la mecánica de las pasiones del alma), es preciso oponerle en lo sucesivo la imagen de Malinowski ocupado en consignar en sus fichas, bajo la carpa que levantó en medio de la hermosa aldea de Omarakana, todo lo que le parecía significativo de una cultura. Pienso en una foto de 1916 que se ha convertido en una suerte de emblema de la disciplina y de su método («la observación participante»), en la que ante todo se ve a los trobriandeses, dócilmente sentados al pie de la mesa de trabajo del maestro, observando esta «lección de escritura» en la que consiste el ejercicio de registro del etnógrafo, al igual que el «modelo» de un pintor asiste al espectáculo de su puesta en imágenes.
Heme aquí entonces, ante el lugar en el que ocurre esta ceremonia, ya no como observador del hombre sino de una manera particular de ser humano. Esto que estoy conociendo, a título de modesto obrero del vasto programa etnológico, es un comportamiento social propio de una etnia específica –en esta ocasión, un comportamiento supuestamente típico de los bambara. Desde hace mucho tiempo, en las ciudades mercantiles y musulmanas del valle del Níger y a todo lo largo de sus redes comerciales, se empleó este término para designar a los campesinos paganos de las regiones aledañas, pero la taxonomía práctica de los mercaderes de esclavos y luego la ciencia administrativa colonial acabaron por volver evidente la existencia de un tipo humano supuestamente distinto, los bambara. Como es apenas obvio que los bambara, incluso observados desde un punto de vista casi naturalista, no son hormigas, se supondrá que ellos tienen ideas, sin duda ideas personales, pero los etnólogos no se ocupan casi de estas últimas, sino sobre todo de las ideas bambara, de las «representaciones colectivas». Esta es la razón por la que no me contento con mirar y escuchar, sino que enseguida pido explicaciones, requiero comentarios. Voy en busca de una creencia, de una fe común, parto a la caza de una doctrina esotérica, incluso de un mito, del cual este rito sería la puesta en escena. Más aún, me esfuerzo por establecer correlaciones, por tejer una red de asociaciones significantes no sólo entre unos comportamientos y unos discursos, sino entre diversos comportamientos y discursos notados en otras ocasiones. Mi tarea es incorporar esta ceremonia en el seno de una visión de conjunto –que se va a llamar «la cultura bambara»– la cual, aunque necesariamente presentada bajo la forma de un proceso discursivo (una serie de secciones o de capítulos), deberá ser comprendida como un denso tejido de correspondencias simultáneas. En suma, me esfuerzo por expresar la «bambareidad» de los bambara, por enunciar lo esencial de eso que hace que un bambara sea un bambara. Pues donde quiera que él esté y aunque quiera lo que sea, un bambara sigue siendo un bambara y se comporta como un bambara. En tanto que «sujeto» del saber etnológico, el «indígena» no actúa, sino que ilustra un comportamiento acostumbrado típico, revela una visión del mundo o encarna una «mentalidad» que le son propias y me son extrañas, expresa –hasta en el menor de sus gestos o de sus palabras– lo que él es, así como cada animal denota las características de su especie.
Sin embargo, si la descripción de esta ceremonia es «antropológica», en la medida en que pone en juego al hombre o a lo humano y no a lo bambara, entonces ella procede de otro modo. Hace falta introducir una premisa antropológica desde el comienzo. Esta podría ser, para el caso que nos ocupa, la formula que propone, no sin vacilaciones, Wittgenstein : «El hombre es un animal ceremonial.» Según él, esta no es una definición del hombre, sino la constatación de un hecho (por el cual se podría «comenzar un libro de antropología»): «si se observa cómo los hombres viven y se conducen por doquier sobre la tierra, se ve que, además de las acciones que podríamos denominar animales (alimentarse, etc.), existen también acciones portadoras de un carácter particular y que se podrían denominar rituales». Una vez esta premisa ha sido planteada como tal, la escena de la que yo era espectador se transforma en una situación de la que hago parte: un animal ceremonial, yo mismo en este caso, soy testigo de una ceremonia. Yo no sé todavía muy bien qué es lo que estas personas hacen, su comportamiento tiene rasgos bastante enigmáticos, pero yo sé que ellos están haciendo un sacrificio, y yo tengo alguna idea de lo que es un sacrificio. Aunque yo no me convierto por ello en uno de los actores del rito (salvo en la medida en que mi presencia perturba sin duda el curso normal de la ceremonia –¿pero acaso su curso ha sido alguna vez «normal»?), estoy implicado en él en tanto que hombre. La descripción que yo haré de esta ceremonia será entonces la descripción de una ceremonia por un animal ceremonial. Para que este no fuera el caso, haría falta imaginar una descripción cuyo autor no fuera humano (¿qué dirán los dioses de nuestros sacrificios?). Cuando un animal ceremonial describe una ceremonia, pone «una ceremonia en lugar de otra», así como se «pone un símbolo en lugar de otro». En otras palabras, cuando mi descripción es antropológica, yo considero la ceremonia, o alguno de sus momentos, como una variante de otra que me resulta más familiar, o de otras varias que yo conocía ya.
El hecho de que, por ejemplo, el sacrificador se quite sus vestiduras no tiene un sentido oculto que haya que interpretar (retorno simbólico a la naturaleza salvaje, desnudamiento del hombre delante de Dios…), sino que es una manera diferente de marcar el carácter ceremonial de su acto: toda práctica ceremonial es marcada como tal de muchas maneras, en cada detalle de su efectuación. Desde esta perspectiva da igual que el oficiante se desnude o se cubra con una rica casulla reservada para este tipo de circunstancias, así como da igual que el sacrificio tenga lugar a la sombra de un bosquecillo en medio de los campos cultivados o en el recinto de un templo monumental: existen diversas maneras de trazar los límites de un espacio y de un tiempo sagrados. Que se haga correr la sangre de los animales sobre unos objetos que se humedecen con cuidado es otra manera de reservar la parte de los dioses antes de consumir entre los hombres la comida común. En otras partes se queman las vísceras y los huesos sobre un altar, mesa dispuesta para un dios ausente e inmaterial que se regala apenas con el humo de las viandas, o se deposita un plato delante del lecho sobre el cual se ha acostado la imagen del dios; aquí se «nutren» de sangre objetos presentes, manipulables, mantenidos por lo general ocultos pero momentáneamente expuestos en un lugar prohibido. Inútil partir en busca de un sentido particularmente bambara, griego o inca del sacrificio. Como lo nota Paul Veyne , si esta práctica está tan extendida a través de los siglos y de las sociedades, es justamente porque «es lo bastante ambigua como para que cada uno encuentre en ella su satisfacción particular». Su enigma, objeto infinito de «explicaciones insondables», logra aquí su triunfo. Inútil asimismo imputar a este hombre una creencia y a estas personas una mentalidad particularmente fetichista –figura de lo primitivo desde el Presidente de Brosses y de la africanidad desde Hegel: no hay religión sin objetos, sin figuración material de lo absoluto, sin incorporación de la autoridad suprema misteriosa en virtud de la cual ello arriba y debe arribar: en otros sitios el sacerdote saca el cuerpo de dios de un cáliz de oro, lo presenta a la asamblea, lo consume, lo da a consumir…
Lo que una descripción así muestra, en la medida en que ella es antropológica, no es lo que estos seres humanos son, bambaras, papúes o balineses, sino lo que ellos hacen, la manera en la que en esta circunstancia ellos actúan. Lo propio de un acto humano, es que es necesariamente «hecho» de un cierto modo, no importa cuál, que es susceptible luego de ser explicado a quien lo ignora: se puede así aprenderlo a hacer. Yo constato entre estas personas un cierto acuerdo sobre el modo de hacer un sacrificio. A este acuerdo le doy una formulación explícita mediante afirmaciones que tienen la siguiente forma: aquí y en este caso conviene hacer esto, es decir, algo distinto a lo que se hace en otros lugares o en otras circunstancias. Una afirmación así dice cómo se actúa, indica una prescripción. El acto concreto que he constatado lo substituyo por un símbolo (una regla) presentada oralmente o por escrito. La regla no es el acto, describir un sacrificio no equivale a hacer uno. Pero al transcribir un «saber cómo» inherente a una práctica en una serie de consignas, instrucciones, modelos, aprendo cómo aquí y allá se sacrifica de modo distinto. Que existan por doquier maneras distintas de hacer «la misma cosa», un sacrificio, en un hecho antropológico.
Si la antropología está así «en el banquillo», ahora puede apreciarse la magnitud de la cuestión. ¿Qué estudiamos los antropólogos al fin? ¿Comunidades o acciones? Eso que llamamos nuestro «terreno», ¿es una suerte de laboratorio en el que realizaríamos in vivo una investigación sobre una cierta variedad de hombres, notando sus comportamientos, registrando enunciados, recogiendo objetos, como un naturalista recoge guijarros o plantas a título de muestra de un medio natural específico? ¿O se trata más bien de una situación en la que, encontrándome en compañía de algunos de mis contemporáneos, procuro conocer eso que ellos bien pueden estar en trance de hacer, trato de comprender cómo ellos actúan –de modo que cada situación es un momento de una historia en curso en la cual nosotros, estas personas y yo, estamos involucrados a títulos diversos como actores?
Cuando, en calidad de observadores del hombre, escogemos como tema de estudio un pueblo, una etnia, producimos el tipo de objetos que se denomina culturas. Es a esta operación a la que en términos estrictos se debería llamar etnografía; ella consiste en inscribir sobre un soporte cualquiera (un texto, una película, una sala de museo…) una serie de rasgos que distinguen un pueblo de otro y que, tomados en conjunto (numerosos caracteres asociados que forman un «tipo»), debe expresar el genio propio, el espíritu, el «ethos». Los etnógrafos no estudian las culturas: escriben sobre ellas. Bajo su pluma erudita, una cultura es sin duda mucho más que la pequeña lista de estereotipos caricaturales y despectivos que puede bastar para practicar la identificación étnica básica. Pero cuanto mayor es el esfuerzo de construir una totalidad única, más densos se tornan los significados, más se complica la infinita red laberíntica de sus correspondencias simbólicas, más se acrecienta su «inconmensurabilidad», más se profundiza la alteridad. De igual modo, cuanto más se especifican «las palabras de la tribu», a riesgo de cargarlas con múltiples capas de sentido que su uso cotidiano no implica en absoluto, más se hunde uno en las delicias de la intraducibilidad, en el vértigo de lo esencialmente innombrable del otro.
Una cultura es eso en lo que se reconoce que el otro es en efecto otro. Es una representación, más o menos elaborada, que «nosotros» nos hacemos de la alteridad de los otros. La «ciencia natural» del Homo culturalis no comienza sino cuando se borra el rostro familiar del prójimo para que aparezca el rostro inquietante, pero fascinante, del otro (término que a menudo escribimos con O mayúscula, sin duda para dar a entender mejor la magnitud del abismo que nos separa). Ser étnicamente bambara, papúa o balinés, antes de ser cualquier otra cosa, es en principio no ser como nosotros los europeos, decía Rousseau, rebautizados enseguida occidentales para incluir a nuestros primos del otro lado del Atlántico. La «bambareidad» es una de las múltiples formas de eso que es para este «Nosotros» su «Otro». El inventario etnográfico es por principio etnocentrado: la observación del hombre se hace desde nosotros hacia los otros, esforzándose solamente por respetar la neutralidad axiológica al precio de tener que tachar una y otra vez las designaciones despectivas (bárbaro, salvaje, primitivo, campesino, popular…). Pero el otro no es a la postre sino el otro de sí: por respetado o celebrado que él sea, continúa siendo una imagen alterada de sí mismo.
La actividad etnográfica, la expresión de las diferencias en palabras, en escenas y en imágenes como signos manifiestos de una alteridad esencial se ha multiplicado y universalizado en la actualidad: ya no se restringe más a la mirada de Occidente sobre sus «otros», los nativos de su Frontera o los indígenas de sus imperios coloniales convertidos en los inmigrantes de sus ciudades. En lo sucesivo las culturas son ante todo esas imágenes que los otros fabrican y difunden –y que nosotros consumimos– de su identidad. En lo sucesivo la tierra está uniformemente poblada indígenas y el debate público tiende a transformarse en una vasta confrontación de «puntos de vista indígenas». Cada uno se torna etnógrafo de sí mismo y procura destacar y hacer que se reconozca su diferencia cultural como el indicador, la prueba de su esencial alteridad, aunque jamás haya habido tantas culturas. Es este juego lo que se conoce ahora con el nombre de sociedad multicultural (o poliétnica).
La hipótesis etnológica de una explicación de los comportamientos humanos por la pertenencia étnica compite cada vez con más fuerza con la hipótesis sociológica de una determinación de los comportamientos por la pertenencia social. Con base en el modelo de una ciencia natural imaginaria (los cuerpos no «siguen» la ley de la gravitación como nosotros seguimos el código de tránsito...), se supone que detrás de las acciones opera un principio activo inconsciente y colectivo, la cultura: ellos actúan así porque ellos son otros y recíprocamente nosotros somos quienes somos porque seguimos nuestra costumbre. Al igual que la identidad personal aparece como la «expresión» psicológica o social de una identidad «real», un código genético (junto con un sistema inmunitario) propio de cada individuo, así también las identidades colectivas se dan como otras tantas especies y sub-especies del género humano –la diferencia específica no es engendrada biológicamente, por modificación del programa genético, sino culturalmente, por la instalación y la transmisión de «programas mentales» distintos. La naturalización de las entidades humanas ya no es más solidaria de una teoría racial obsoleta, sino de la evidencia visible de la alteridad cultural. Este paradigma etnológico, versión soft de la vieja hipótesis poligenista, ha invadido a tal punto el discurso de nuestros contemporáneos que parece formar parte hoy en día de las evidencias compartidas del sentido común, y de un sentido común en lo sucesivo mundializado. La historia política de las relaciones de dominación y de competencia da paso al espacio de coexistencia simultánea de una multiplicidad indefinida de entidades étnicas, es decir, conjuntos «de individuos culturalmente similares capaces de engendrar individuos culturalmente similares» . La práctica de la eliminación por genocidio o etnocidio (dependiendo de si se suprime a las comunidades mismas o si solamente se borra su «programación cultural») tanto como las formas ordinarias de su denuncia suponen la misma visión común de un «parque humano» compuesto de un conjunto de variedades de las cuales los nuevos jardineros del planeta Tierra se asignan por tarea preservar la diversidad.
El trabajo antropológico –trabajo crítico que está más que nunca a la orden del día– no es promover la alteridad, sino reducirla. Por extrañas, incluso absurdas que nos parezcan en principio las acciones humanas, debe haber un punto de vista desde el cual, una vez mejor conocidas, ellas muestran ser únicamente diferentes de las nuestras: es en esto que su descripción es antropológica. Cuando se trata de seres humanos, yo debo poder aprender cómo ellos actúan –y la experiencia demuestra (así como se demuestra el movimiento caminando) que la apuesta es plausible. Del sacrificio Komo del cual yo fui testigo ese día cerca a Segou a la misa del rito católico que a todos nos resulta más o menos familiar la serie de mediaciones puede parecer larga, pero no es infinita. El número de transformaciones necesarias torna el aprendizaje más o menos difícil, pero no imposible. Si este último fuera el caso, habría motivos para preguntarse si realmente se trataba de acciones (no se comprende una reacción química o un eclipse: se los explica por sus causas), o si esas personas son verdaderamente seres humanos.
La dificultad surge porque cada acción humana se ejecuta sobre la base de una multitud de condiciones y requisitos que usualmente permanecen tácitos, sin que no obstante pueda tachárselos de inexpresables o inconscientes, y que no forman un sistema por más que ningún pensamiento los piense. La suma de todo aquello sobre lo cual los actores están de acuerdo aun sin haberlo debatido ni decidido y que además no tienen necesidad de explicitar mientras están entre ellos porque se da por supuesto, tiene la forma de un mundo: se vive «dentro» de él sin cuestionarlo como tal, «funciona por preterición» . De ahí la opacidad inherente a las acciones humanas cualesquiera que ellas sean, comenzando por aquellas que nos resultan más familiares, las nuestras –esto explica porqué la oposición entre una «antropología del prójimo» y una «antropología del lejano» carece de fundamento epistemológico. Para poder describir cualquier acción, hace falta aprender todo un mundo, o sea establecer pacientemente las diferencias entre mundos, entre las configuraciones de lo practicable y lo impracticable en situaciones sociales e históricas concretas. Pero cualquier mundo es una variante de una serie de mundos que incluye necesariamente el mío. Y nosotros los humanos tenemos la capacidad, en cuanto sabemos actuar en un mundo, de actuar (más o menos bien) en múltiples mundos. La mayor parte de situaciones exigen de los actores tal habilidad: algunos sufren por ello, otros son expertos. La experiencia antropológica consiste en desplazarse, no siempre muy lejos y a veces solamente con el pensamiento o por una simple desviación de la mirada, pero sí lo suficiente para vivir la experiencia concreta e iniciar el aprendizaje de un mundo desconocido. Es solo en la medida en que yo no puedo, en mi calidad de observador, dar por supuesto lo que estas personas dan por supuesto mientras actúan, que estoy en posición de tener que aprender cómo ellas actúan. Esta es la experiencia de una situación en la que no sólo coexisten, sino que se conjugan, en una relación de contemporaneidad y de imbricación, numerosos mundos distintos, entre ellos el mío.
Al fin y al cabo, somos perfectamente capaces de comprender la acción de otros, por más que «comprender» no consista en revelar mediante una hermenéutica de lo dicho y lo no dicho, ni en adivinar por empatía el sentido oculto (mental, interno) y a fin de cuentas inalcanzable o indecidible de un comportamiento observado –búsqueda de un saber indefinidamente inconcluso que no deja otra opción que un imposible cambio de identidad y que termina alimentando un «culto de la singularidad» . Por el contrario, comprender una acción consiste más bien en haberla descrito de tal modo que ella aparece como una de las maneras posibles de hacer lo que también nosotros hacemos pero según otras reglas o en otras condiciones. Recortar, después de su muerte, las últimas partituras de Schubert en pequeños trozos y repartirlas entre sus estudiantes favoritos es una señal de piedad que nos resulta comprensible, nota Wittgenstein , incluso aunque nosotros hubiéramos preferido conservarlas intactas y al abrigo de todos. Esta comprensión se obtiene mediante un trabajo de generalización, o dicho de otro modo, de transformación de la alteridad y de su extrañeza aparente en diferencia conocida, es decir, manejable.

(Traducción de Leonardo Ordóñez, julio de 2009)

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